Un bohemio, romántico enamorado de su Teia y quizá si en las alucinaciones de su mente vagabunda, como él, vagabundo parroquial, la distinguía entre las estrellas o en el vaivén de las olas, cuando deambulaba por la marina.
El salitre del mar se detenía en su indómito pelo: tuso y retuso pues él no conocía peinilla, trinche o cepillo y no tenía lucidez para cuidar de su aspecto.
Él le cantaba a su amor, así estuviese verriondo de calle y sol, siempre el mismo verso:
“Llegué a la orilla del mar a preguntarle a las olas si han visto a mi amor pasar”… Indiferente a una respuesta, que por supuesto, jamás y nunca llegó, pues sus pretensiones eran desproporcionales a una mujer recta y correcta, que respetaba su demencia con indiferencia impenetrable.
No sé a ciencia cierta si el tamaño descomunal de los dedos gordos de sus pies, obedecía a su andar a pata pelá, midiendo calle a la trocha y mocha, o si era un defecto de fábrica que lo acompañó toda la vida.
Lo cierto es que a cualquiera le caía el ojo en sus pies, al advertir la proporción exagerada de sus dedotes.
Lolo nos enseñó que los valores no se pierden ni con la demencia; nos lo gritaba con su decencia que no conocía orilla y con su educación, la cual acrecentaba con las mil y una morisquetas que hacía en las ceremonias, venias y reverencias que usaba al saludar a sus paisanos.
Lolo se mandaba su estilo y no seguía la moda.
Siempre lo veías con sus pantalones arremangados y sus camisas: “ni tanto que queme al santo y ni tan poco que no lo alumbre”.
Ni tan elegante como Diego Trabaja y ni tan sencillo como Zanganeé, ni tan cascarrabias como el primero y ni tan dulce como el segundo, ni tan en el limbo como el godo y ni tan cuerdo como el cieguito, él era él, de su ley.
En su eterno “ande pa’ arriba y ande pa’ abajo”, sin cambiar de zona, siempre merodeando por los lados de su amor, haciéndole el pase inoficioso a quien no se inmuta con sus pendejadas e impertinencias demenciales.
Nunca le faltó el pan, porque la solidaridad de mi gente era su aliada y así retrechero y educado, lo recibía.
Cada loco con su tema, dicen. El de Lolo era el amor, su romance no correspondido, reflejado en su constante diálogo con las olas, cuando les repetía hasta al cansancio si había visto su amor pasar… ¡no Lolo! Le contestaban, “deja tranquila a Teia”, le susurraba la mar, pero a él le parecían necias esas palabras y sordo, loco y orondo, seguía su camino.