El traspatio de la vieja y amplia casona estaba celosamente cuidado por los perros bravos que la habitaban.
Estos te espantaban con sus ladridos y te asustaban al golpear con sus garras el portón de hoja de lata, cada vez que advertían que alguien se acercaba.
Ahí, en ese patio, crecían algunos árboles frutales, entre ellos el de jovita de lata, cuyo fruto era vendido en el vecindario, en tiempos de cosecha.
Podía imaginarlo perfectamente limpio y ordenado, aun cuando no lo conociera, pues nunca entré hasta sus aposentos, porque las dueñas de la casa eran mujeres reservadas, no de ese tipo de comadres que abren las puertas de par en par, a villega y todo el que llega.
Si algo distinguía a estas mujeres era su laboriosidad y pulcritud; esa casa olía a creolina y a flores, pese a la cantidad de chécheres con que invadían sus espacios, cada cosa estaba en su lugar.
Hasta la lata de galletas danesas que fungía de caja para almacenar el menudo que usaban para dar vueltos, resplandecía.
Las Rivadeneira te vendían las conservitas, los bolis y jovitas, por la ventana de la casa principal, separada de la puerta del conocido almacén. Ese templo de modistería y manualidades que surtía no solo a las modistas de la comarca sino también a los estudiantes que ahí acudían, en busca de la materia prima para realizar sus trabajos manuales y donde podías encontrar, además de telas, agujas e hilos, las cabecitas y las manitos de plástico para armar tus títeres, los ojitos, nariz y boca de cualquier peluche, el tambor para los bordados en punta en cruz, el relleno de los cojines y las lentejuelas, escarchas y canutillos menudeados, para llenar de blin blin cualquier manualidad, entre otros tantos cachivaches.
Las unidades de medidas estaban delimitadas en el borde de los mostradores y era un deleite ver la maestría y rapidez con que Titi desenvolvía los rollos de tela y medía, con precisión, los metros o centímetros y yardas requeridos por sus clientas y las doblaba perfectamente, sin arrugarlas. Así que estas salían felices con su metro y medio de popelina bien despachada, su docena de botones de carey y la media yarda de cinta, color pichiguel.
Las Rivadeneira te saludaban por nombre, te preguntaban por tu abuela y pare de contar, no eran confianzudas y mucho menos impertinentes.
Mujeres correctas, verticales, de cubrirse con velillo la cabeza en misa y conocer, de memoria, todas las oraciones de ley.
Tenían bajo sus cuidados 2 sobrinas que estudiaban donde las monjas y, obviamente, eran las mejores alumnas del universo entero: precisas y correctas, criadas entre metros y yardas, tenían una línea de vida por donde caminar junticas, tiesas y majas.
Así de reservadas como fueron, así mismo en silencio se marcharon, una a una, sin bulla o alboroto y la casona cerró sus puertas, con tranca, los perros dejaron de ladrar y las jovitas de lata caían al piso sin que nadie las recogiera, porque aquí no hubo lugar para nietos y bisnietos que perpetuara la estirpe y continuara con el negocio.
Ellas pertenecieron al selecto grupo de esa gente buena y sencilla, que llega al cielo sin pagar peaje y se recuerdan de tanto en tanto, con afecto y gratitud.