Llegaron a nuestra tierra al inicio de los novecientos y es una gran bendición para las miles de niñas que década tras década desfilan por sus cálidas aulas, refrescadas por el nordeste que pega de frente a través de sus amplias ventanas e impregnadas de fe, desde el tablero y hasta el último pupitre. Ese mismo donde se sientan las perezosas y recocheras y que las monjas saben echarles el ojo rápidamente, hasta ponerlas a marchar al ritmo de disciplina, cantos católicos y rezos.
Las monjas que a mí me tocaron eran diferentes entre sí en muchas cosas, pues obviamente cada una tenía su carácter, pero todas cortadas con la misma tijera al hablar de sus creencias: un Dios uno y trino, la Virgen María, y San Francisco de Asís.
Con esa misma tijera cortaron a sus discípulas, enseñándonos a amar y creer en ese mismito orden.
Sin duda, mis preferidas eran las monjas paisanas: la hermana Teodosia Josefina Zúñiga Deluque, (q.e.p.d.) de brillante mente y brillantes letras; la diminuta Hermanita Celia Leonor López, ‘Yeya’, (q.e.p.d.) una artista del piano, de inconfundible voz y mirada diáfana; la carismática Hermana Luris Leonor Melo, (q.e.p.d.) tan alegre como “Al son del Caribe” de la gente de la 10 y la recta, de carácter fuerte y mano dura, Hermana Nubia Guerrero, a quién aún le profeso un temor reverencial y quien nos enderezó de un tirón el camino, cada vez que amenazábamos con salirnos de la recta vía. Sobre todo a nosotras, las del combo de las necias; esas a las que de tanto en tanto nos zampaban una matrícula condicional al lado de una lista infinita de castigos: sacarnos de clase, no dejarnos entrar a la primera hora por llegar tarde, mirar la pared por un tiempo eterno y sin derecho a recreo y hasta amarrarnos con la falda de las otras compañeritas, cuando librábamos peleas campales sin son ni ton.
Conformábamos la pandilla de pelequeras y revolucionarias y líderes de cuanta causa surgía: ay Jesús, María y José, pobres monjitas corrigiéndonos sin tregua, cacho adentro, día tras día, sin jamás tirar la toalla.
Tengo el no tan leve presentimiento que debajo de la toca que cubría la cabeza de las monjitas, había un montón de canas de la autoría del combo de las tremendas, pero también sé que más de una carcajada les arrancamos con nuestras ocurrencias y uno que otro aplauso, cuando nos calmábamos y dejábamos relucir con juicio nuestros talentos: patinar, recitar, bailar y hacer esos dramas tan divertidos llenos de valores, de buenos ejemplos y por supuesto, de ese ingrediente mágico o sagrado del que una cosafista echa mano durante toda su vida: la fe.
La vida entera no me alcanzará para agradecer, en nombre de mis compañeras y de todas las generaciones de mujeres que por más de un siglo que han desfilado por el legendario Colegio de La Sagrada Familia de mi tierra.
Gracias infinitas por salvar nuestro destino, esmerándose por brindarnos una educación de calidad, de valores y como si fuera poco, de Fe.
Hace algunos años, reviviendo recuerdos con las fotos del pasado estudiantil, me tropecé con un cartoncito rosado plastificado con papel de contacto y donde aún podía distinguir en letras azules, un sello con el nombre del colegio. Todavía lo guardo desgastado y casi que deshaciéndose en una billetera, como testigo de esos años maravillosos en los que fuimos tan felices y ni siquiera lo sabíamos.
Ese casi que insignificante cuadrito de cartón, nos servía como garantía de los envases de gaseosa y nos los pasábamos de mano en mano como testimonio de generosidad y amistad: ‘El vale’… lo tomé entre mis manos y mirando al cielo recordé a mis monjitas y llena de melancolía tararié el inolvidable himno: “forja regia que funde la idea, de la mente en el vivo crisol”… ¡Gracias Cosafa!
Que tengan ustedes un riohacherísimo día, alegre y cálido.