Camuflada detrás de unas cortinas, la cámara de un celular registraba la escena en la que un ciudadano desmontaba una banca de las atornilladas en la Calle Ancha e introducía las partes en una camioneta. El video en minutos se convirtió en una ola viral de indignación que judicializaba al autor del crimen señalándolo como un desfachatado ladrón.
Las especulaciones llegaron incluso a tratarse como información periodística trepada en la ola de inmediatez y pretendiendo aprovechar la espuma de los acontecimientos. Como todo en las redes sociales, empezó a bajar su intensidad con una explicación del alcalde portando la camiseta de la selección Colombia en alusión al partido de las eliminatorias que se disputaba ese mismo día. La primera autoridad del Distrito le exigía a las autoridades que tomaran “cartas en el asunto” y desvirtuaba la versión del robo.
Luego se conoció que el ciudadano había tomado las vías de hecho de desmontar una de las 62 bancas del malogrado contrato de embellecimiento de la calle 7, cuyo costo superó los dos mil 200 millones de pesos, como rebelión por la vandalización, los desmanes, la alteración del orden social y público que acontece todas las semanas en el sector. Las bancas se convirtieron en un bar al aire libre en el que vehículos con sistemas de sonidos sofisticados prenden el ambiente con música y trago, sus propietarios además, descargan sus vejigas en los umbrales residenciales menos iluminados o revientan las botellas cuando el licor se les sube a las cabezas.
La indignación del ciudadano lo motivó a desvalijar las bancas para devolverlas a la administración distrital, solicitando además el respectivo recibo de entrega como constancia de su transparente proceder y las íntimas motivaciones de su actuación. Su tolerancia llegó al límite después de meses de sueños interrumpidos, de vigilias forzadas, de alteración de la tranquilidad residencial y de su fracasada gestión vecinal para lograr que las autoridades, encabezadas por el alcalde, resolvieran con eficacia el conflicto por uso inadecuado del mobiliario urbano en zona residencial.
La continencia de los días de cuarentena y la necesidad sanitaria de procurar comportamientos sociales introvertidos, evitando las aglomeraciones y los espacios de contacto múltiple se convirtieron en breve en una olla de presión con picos de ansiedad que anunciaba un desenfreno colectivo por volver con ánimo repotenciado a experimentar el reencuentro, a festejar la vida, a parrandear la existencia; de sucumbir al gobierno del “perro con perro”.
Ha habido un arraigado aprendizaje social a tramitar todo evento colectivo con trago y música. A sortear como única muestra de resistencia y complacencia doblarle el lomo a la noche hasta la madrugada como un ritual cimero y necesario. La música no es simplemente una elección para ambientar e inspirar, debe además aturdir y por ello, los decibeles deben llegar al tope, hasta abofetear los sentidos. No hay otra manera. Entre más alta la música, mayor consumo de alcohol. El ruido aísla y socava el diálogo, arrinconando al individuo convirtiendo lo social en una manera de estar solo con otros. Un rumiante que termina exasperándose y que encuentra en la violencia la manera de llamar la atención reventando el foco de su aturdimiento.