Cuando se apaga la última brasa de una venta de comida callejera, empiezan a rodar a la deriva pedacitos de carbón vegetal, de esos que las marchantas venden en sacos de fique, colgados en sus frentes curtidas de sol y sostenidos con ambas manos y con los puños cerrados, en eterna inconformidad. Bastaba un tronquito negro de carbón para dibujar alegría y, mientras cualquiera pintaba en el pavimento las casillas del 1, 2 y 3, hasta llegar al 10 y terminar con una amplia oreja, la calle paría una muchachera, y espontáneamente se acercaban al reconocer el dibujo y alistaban una piedra para, con saltos de agilidad, descubrir, conquistar y colonizar una peregrina. Crecimos en la calle y ella no era nuestra enemiga, porque el barrio nos cuidaba y todo se compartía.
Los mayores te regañaban y, uno que otro atrevido, hasta te cocoteaba sin líos y sin lamentos. No era extraño regresar a casa y decir que habías almorzado donde la vecina. Era natural llegar con los araños que cualquier gata rabiosa, con dos trenzas largas y desdentada te hacía; esta seudo felina, de seguro, tenía que defenderse de las picardías y las maldades que sus pares le infligían. La diversión corría por cuenta de la peregrina, la lleva, el kimball, el fusilao, el congelao…. y cuando se estaba un poco indispuesto, las piedrecitas, si no había plata para un parqués con un colorado tablero de vidrio.
Las maromas, los zancos y las volteretas eran pan comido para cualquier niño del barrio, porque las manos sucias y los pies negros eran sinónimo de una infancia feliz, sana y serena. Ahora los juegos electrónicos sepultaron la imaginación y asesinaron la motricidad infantil. Y la pregunta obligada es una sola: ¿Dónde están los niños? Los parques están solos y las calles desiertas y no le echemos la culpa al covid, esto ya estaba así de jodido: la virtualidad los aisló y acabó con el retozo colectivo de los juegos de la calle.
Estos pelaos de ahora ni saben lo que es el merthiolate, ni una rodilla raspá o una costra colgante, que cuidas con amor por miedo a que se te arranque y te duela y en el momento menos pensado, en pleno retozo, te pegas tu resbalón, y como oferta de supermercado nuevo, ahora tienes 2 costras y en la misma rodillas, al puesto de una.
Y es a punta de ñoñas que se templa el carácter, que el niño se hace fuerte, capaz de seguir jugando sin darle importancia a las rodillas sangrantes y los arañazos furtivos. Recuerdo esos 25 de diciembre, bien tempranito, cuando se exhibían en las terrazas las muñecas, las vajillitas de té y se armaban las casitas de lego del genio constructor y las enormes pistas de carreras o se recorría el barrio en bicicletas, patines y monopatines. Ahora están todos encerrados, aprendiendo a usar el último celular y el sinfín de juegos electrónicos.