Eran las 5.15 de aquella mañana de un marzo sofocante, aún no se asomaba el sol, cuando Pío Ramírez, dueño de una humildad tan grande como su fortuna, un alto y corpulento hombre, muy formal, un caballero, siempre bien vestido, prendió su viejo Patrol, y esperó hasta que Checho, su joven e inseparable ayudante, le abrió el portón, se montó en el lado del copiloto y ambos arrancaron, dejando el portón abierto.
Atravesaron el pueblo, hasta llegar al humilde rancho de Nehemías González, un curtido jornalero que le hacía trabajos ocasionales a Pío en su finca El Senderito. Nehemías, que oyó el inconfundible ruido del carro que lo había recogido cientos de veces, salió a esperarlo en la puerta, llevaba un viejo sombrero barato, un hacha en su mano derecha y en la izquierda, su caneca con 1 galón de agua, envuelta en un trapo -para mantenerla fresca, decía- y en su cinto, dentro de una funda, colgaba su infaltable machete.
-Buenos días -murmuró al montarse en la parte trasera del ruidoso vehículo, sin preocuparse si le respondían o no.
Llegaron al mercado público, que a esa hora era un hervidero humano; Pío le dio un billete de 100 pesos al diligente Checho, que presuroso se bajó del carro y corrió a comprar lo que ya sabía de memoria: 2 libras de pulpa, una de hueso y 5 arepuelas de huevo, mientras él y Nehemías esperaban con el carro apagado, pero sin bajarse; todo el que pasaba saludaba a Pío, un personaje muy querido, con mucho reconocimiento social. Al rato, ya con el sol naciente, apareció Checho con una bolsa en cada mano, se montó y arrancaron, ahora sí, rumbo a El Senderito, que estaba a unos 5 kilómetros desde la última casa del pueblo. Encontraron al ordeñador sacando al ganado del corral de ordeño, mientras la mujer de éste los esperaba con una taza de café caliente para cada uno, café que acompañarían con una arepuela; Checho, al tiempo que recibía su taza, le entregaba a ella la bolsa con las 2 arepuelas restantes y la otra bolsa con la carne, que era el aporte de ellos al almuerzo que hacían para todos los presentes.
Enseguida, los recién llegados salieron a los potreros; Nehemías, Pío y por supuesto, Checho, ya sabían a lo que iban, la tarea del día estaba establecida desde el día anterior: cortar 4 palos de mulato que ya habían ubicado y de donde sacarían los postes que servirían para reparar la estropeada cerca de la finca.
Así transcurría la calurosa mañana: mientras Nehemías, con su afilada hacha y manos expertas cortaba los árboles, Checho recogía la madera y Pío no paraba de dar órdenes y de vez en cuando intentaba dar instrucciones al veterano leñador, que sin dejar de hachar, parecía no prestarle mucha atención al patrón.
Ya estaba por tumbar el último palo de la jornada, cuando Nehemías se dio cuenta que el árbol podía caer hacia donde estaba el dueño de la finca -quítese de ahí, señor Pío, que va a caer para allá- le gritó, sin dejar de cortar.
-Dale, le respondió Pío, que va a caer es para aquel lado- Nehemías dio unos cuantos hachazos más -quítese de ahí, le volvió a gritar, esta vez a todo pulmón y deteniéndose a mirarlo.
-Sigue cortando, que ese palo no viene para acá, le ordenó enérgicamente Pío; Nehemías, acostumbrado a cumplir las órdenes, volvió a empuñar su hacha con ambas manos y asestó dos fuertes hachazos que hicieron crujir el frondoso y ya casi vencido árbol, cuando intentó dar el tercero, detuvo el hacha en el aire, mientras asombrado y paralizado del susto, con ojos exorbitantes veía desplomarse, en medio de un estruendo fatal, aquel árbol de mulato que decidió llevarse con él a un gran ser humano, a un hombre testarudo, pero noble, que más que patrón, siempre parecía un amigo, un compañero más.
Ese suceso marcaría para siempre a Nehemías y a Checho, que lloraron hasta el cansancio a Pío Ramírez y dio origen a un luto colectivo, a un sepelio multitudinario al que asistió gente de todos los rincones del país, y que ha sido, al igual que Pío Ramírez, recordado durante varias generaciones.