La pobreza, prima hermana de la miseria, era su amiga y convivían juntas, como siameses.
Ella había trabajado haciendo limpieza en muchas casas de familia, pero el hambre vencía su honestidad y con miedo y vergüenza se robaba las presas para llevar a casa y usarlas en la escasa comida de sus hijos. Las escondía apenas la patrona se daba la vuelta, así como los aliños, el poquito de azúcar para el jugo de la fruta, en fin.
Era buena, muy buena, cariñosa y servicial; pero la gente se cansaba del robispicio innecesario y le advertían hasta la saciedad que pidiera lo que necesitara, pero nada: su orgullo la detenía y el hambre la empujaba, así que poco duraba en un trabajo y deambulaba de casa en casa, repitiendo el mismo patrón de comportamiento.
Un día, un buen gobierno se cansó de ver sucio el municipio capital y se esmeró por organizar un grupo de personas para que bien temprano barrieran el centro y los lugares más visibles y de mayor circulación peatonal, un ejército de escobitas.
Ella escuchó el aviso por la radio, estaba sin trabajo desde hace ya un largo tiempo y, como siempre, sin plata.
Se levantó bien temprano y con las tripas tronando y a pie, se fue a la puerta de la Alcaldía a darse cuenta de cómo era el cuento.
Esperó pacientemente su turno, con la ficha que el mata-pato le había entregado, el 38, como el año de nacimiento de su madre ausente; alzó la mirada al cielo e invocó su ayuda.
Habían pocos puestos vacantes y muchos aspirantes con palanca, así que sus esperanzas eran escasas, pero cuando llegó su turno vio pasar por su lado a un ex patrón, de esos a quién había servido, como siempre, con esmero. Él la reconoció y saludó y sin pensarlo 2 veces le dijo al responsable de las contrataciones, con propiedad, recordando que le debía una: ¡contrátamela! Y se le dieron las cosas.
Se levantaba tempranito y barría su sector sin flojera, a fin de mes recibía su salario y sus cuentas empezaron a cuadrar.
En carnavales la llamaron a formar parte de la comparsa de los barrenderos, héroes sin capas que, sin lamentaciones hacían su trabajo sencillo y honesto cada mañana.
Desfilaron por las calles escoba en mano, y el palo fungía de bastón; cual malabarista exhibían graciosas coreografías, sonrientes.
Una botella de aguardiente, de quizás quién rodaba de boca en boca y las escobitas se divertían como nunca.
Al pasar por la calle ancha, sintió que la llamaban por nombre y la aplaudían, lo distinguió: ahí estaba su palanca, quien con una sola palabra le había devuelto la dignidad a su vida.
Se le acercó y le bailó, le tembló los hombros y lo sacó a bailar. Las demás escobitas le hicieron el dos y que recocha tan vacana formaron en torno al hombrecito que ni se sabía merecedor de tanta atención.
La escobita le brindó de la botella un trago y le dijo solo una palabra: gracias.
La desigualdad es cosa seria y qué bonito es poder ayudar a quien lo necesita. «No dejes a nadie con la mano extendida», me enseñaron las monjas, «ponte en los zapatos de otro, me enseñaron» en la casa. Así que el robispicio se acabó con trabajo, la honestidad recobró su lugar y la escobita, su dignidad.