“Como fue un Viernes Santo el caso que aconteció, se le ha presentado el diablo con la plata que pidió; firmaron el compromiso, el diablo se retiró y Simanca muy preciso salió a tomarse unos rones. A los nueve días cumplidos solo un día le faltaba, y Simanca entristecido, su alma estaba acongojada, compró cien escapularios a San Benito, a San Antonio y a San Juan, y al Señor de los Milagros para que lo fueran a salvar. Simanca estaba dormido y el diablo se presentó, lo cogió desprevenido y los santos le quitó, y le dijo: aquí nada vale Antonio, aquí nada vale Juan ni el Señor de los Milagros y conmigo vas a viajar”.
En estos días de reflexión, de recordaciones, de oración y de muchos motivos para embriagarnos de nostalgia con motivos de la Semana Santa hemos recordado la canción titulada ‘Lo que el diablo se llevó’ grabada por Osvaldo Rojano y Virgilio de La Hoz que fue incluida en el LP ‘La última cita’ que salió en 1979 en el corte cinco del Lado A y tiene Derechos Reservados de Autor en la que refiere la historia del hombre que hizo el negocio con el rey de la tinieblas y con la intención de no pagarle compró con la plata recibida escapularios que finalmente no lo pudieron salvar, suficiente motivo para recordar los cuentos de súbitas apariciones misteriosas y de las historias que se contaban cuando yo estaba muchacho sobre los aparatos que le salían a la gente en los montes cercanos durante ‘la Semana Mayor’.
Han sido y siguen siendo los ‘días santos’ fuente de historias, cuentos, relatos y crónicas estremecedoras que dan cuenta de la capacidad de la mente humana pero además nos ponen de presente que como decían los abuelos “Yo no creo en brujas pero que las hay las hay” y no todas las cosas que se refieren sobre el tema son fantasiosas, y personalmente tengo un episodio que me sucedió el Jueves Santo en el año 1998. Resulta que a mí me gustaba viajar de noche, ese día dejé que anocheciera para viajar desde Fonseca a Riohacha, solo veníamos mi esposa, mi hija mayor que estaba pequeñita y yo, en el kilómetro 22 aproximadamente se me estalló una llanta, eran las nueve de la noche, nos bajamos, todo estaba oscuro, ningún vehículo pasaba, solo se escuchaba lejos un gallo que cantaba en alguna Ranchería cercana y los grillos que imperturbables pitaban incesantemente. Aflojé las tuercas, levanté el carro con el gato como pude porque todo estaba a oscuras, enredado porque nunca había tenido que cambiar llantas.
Cuando bajé la llanta de repuesto fue que me di cuenta que estaba vacía, no tenía aire, entonces la niña dijo “Papi mira para allá”, señalando el monte. “Ahí está San Antonio ve”. Le dije que se dejara de locuras que no había nadie. Ella insistía, dijo “Míralo tiene el pelaito cargao”. Yo me moría de miedo pero no lo podía evidenciar, le decía que ahí no había nadie, como en efecto no veíamos nada. Cuando ya el miedo estaba dando paso al terror, una luz asomó a lo lejos, era un carro que venía también con dirección a Riohacha, pensé, “Con este miedo que tengo o para o me le atravieso”. Ellos me conocieron, esos ángeles que Dios me mandó eran la prima Onolis Ibarra y Pinilla su marido, me reconocieron y pararon y nos auxiliaron. No les conté lo que nos estaba sucediendo porque sabía que si les decía tal vez por miedo nos dejaban solos. Como el gato que sube una estufa caliente no sube otra ni si está helada, más nunca he viajado por las noches, ni Jueves ni Viernes Santo. Mi vieja decía que los niños ven lo que uno normalmente no ve.
Igual recuerdo el incesante pitar de la olla de presión de mi madre cuando ablandaba los frijoles y los guineos manzanos maduros en sus anafes de hierro con carbón dentro de los rituales que desplegaba en la cocina de nuestra casa en Mongui para preparar ‘los mogomogo’, así le decíamos a las mazamorras de frijol con guineo maduro y la de guineos maduros con coco y leche que ella hacía para compartir en la casa y para repartir en el pueblo a los familiares y amigos, y mientras las olletas poporeaban y su olor nos desesperaba porque todo estuviera, comíamos las que llegaban de otras casas, en potes, ollas, olleticas, baldecitos, totumas o calderos, eso era sucesivo, chiquichiqui, arroz con leche, dulces etc., todo para aguantar mientras estaban listos los de la casa.
Eso era emocionante. Ese cruce de platos entre unos y otros era parte del paisaje de esas semanas santas junto a nuestros viejos, el salón de mi casa se llenaba de muchachos que jugábamos cualquier cosa, y los viejos llegaban a conversar, ellos hablaban, compartían anécdotas, recordaban cosas que sucedían antes y durante esos días, y yo no me perdía ni una sílaba, tenía la mala costumbre de escuchar todo lo que ellos decían, eso me permitió grabar en mi mente miles de asertos campechanos, relatos y muchísima información sobre el pueblo y la región.
Los días eran largos, grises, lentos y la actividad en el campo durante los dos días más grandes se suspendían, sacaban la leche para los ‘Potajes’ como también les decían a esa mazamorras y dejaban que los terneros se mamaran el resto, pocos se atrevían a ir a los rastrojos, los únicos que lo hacían eran los ‘Cogedores de pericos’, eran personas que tenían una especial habilidad para enterarse a donde se encontraban los nidos de cotorras, pericos y loros de los cuales se decía que si se capturaban Jueves o Viernes Santos hablaban pronto y bastante, también iban a los palos de olivos y de limón a las doce del día del Viernes Santo a sacar ‘Higas’, eran como una semilla blanca la cual supuestamente solo se encontraba en ese momento crucial.