Stephen, un mayordomo al servicio de una familia adinerada de un lejano pueblo. Era de esas personas que sufría de las típicas alucinaciones de grandeza y clasicismo. Odiaba a la gente de su misma estructura social y no solamente esto, estaba convencido de pertenecer al núcleo social y familiar de sus patrones.
Defendía los privilegios patronales más que su propio protector. Bajo esta circunstancia, cualquier día, en el mercado del pueblo, pasó un hombre cabalgando y le dijo al señor: “Ese hombre en el caballo”, el patrón le preguntó ¿“quieres un caballo”? enfurecido respondió, “no quiero caballo, quiero que ese hombre no tenga caballo”. Lo grotesco de este comportamiento de malestar por lo que tiene el otro, lo pone en comunicación con su inferioridad.
Tal vez nadie ha pensado que estamos frente a una generación impulsiva, demasiado susceptible, todo cuanto se diga hay que dulcificarlo para que no se sientan ofendidos; hasta las verdades. La lectura inicial no es racismo, es la verdadera causa que está acabando con nuestra sociedad: la envidia, el egoísmo, la hipocresía y la polarización, impulsadas por los partidos políticos que, con mentiras y falta de respeto hacia el pueblo, logran manipularlo para alcanzar sus objetivos.
Son políticos cargados de ambiciones personales y egoísmos. Así quedó plasmado en el primer debate de los candidatos a la Presidencia, organizado por dos medios informativos, muy cercanos al gobierno, el pasado 25 de enero. Allí se puede ver, con mirada objetiva y sin fanatismo, que son sectarios, ególatras y embaucadores.
Si dibujamos el debate con el aforismo popular: “más conocemos a los otros que a nosotros mismos”, queda muy bien pintada la tendencia de los candidatos de creerse superiores a los demás. El recinto se fue llenando de un aroma vaporoso y almizclado de egolatría. El humo de superioridad de cada uno de ellos empezó a elevarse y al final se evaporó en la nebulosa. Estos políticos se autoproclaman buena gente, preparados, exhiben títulos académicos, conocen al país y con mañas conocidas, consiguen votos. Sin embargo, se dedican más a hablar de la corrupción ajena, muchas veces teniendo rabo de paja, pero van a lo suyo; intereses personales y egoísmo, perdiendo de vista el interés público que no le hace bien a la democracia.
Naturalmente que si algo ha definido la política colombiana es esa particularidad del “todo vale”. Hemos sido testigos de jugaditas políticas que han roto las reglas éticas y morales de la democracia. Parece que Dios con el dedo oculto de su misterio, como dice la canción del gran Adolfo Pacheco, señalando viene por el camino la corrupción. Sobre todo, en estos tiempos convulsionados por las elecciones para Congreso y Presidencia, aún en medio de una crisis sanitaria, de divisiones políticas, polarización, cuestionamientos a las instituciones electorales y el vaivén de las promesas de toda la vida, aparecen los Stephen, creyéndose reconocidos por la élite, con su comportamiento enfermizo y atravesado, como palo de gallinero, con inclinación natural a la adulación y a la lambonería.
Esto me hace pensar en la década del 70. Echando un vistazo atrás, surgen las imágenes de los políticos de la época y sus acalorados discursos: Lleras Restrepo, ‘Nacho’ Vives, entre otros. Se decían de todo, como ahora. La ilusión política que tenía, aún indocumentado, ha sido la misma hasta ahora: un país con igualdad de derechos y oportunidades, desarrollado económica y socialmente. Pero, qué va, estamos viviendo una realidad que parece la de ayer, pero es de hoy.