Alimentar la prole es el primer acto de amor de una madre. Al acudirlos y nutrirlos se demuestra con verbo el sentimiento maternal, el cual permanecerá intacto hasta el último hálito de su existencia.
En casa, apenas se le componía la mano a la matrona y le caían sus chavitos, cuando ya se estaba a paz y salvo con el cachaco de la tienda, se saldaba la deuda con las solidarias vecinas o comadres que ayudaban a espantar el hambre de fin de mes y se recuperaba cualquier prendecita secuestrada en una casa de empeño, el deseo de llenar la barriga y acontentar el corazón, conllevaba la preparación de deliciosos manjares.
El “Acpm” (arroz, carne y plátano maduro) pasaba a segundo plano porque era tiempo de banquete, de comilona, de demostrar con el fogón a toda mecha, el cariño que se profesa por los hijos.
Y es así como se le pega el grito a la Marchanta, se le regatea por una bolsita más de camarón, se discute por el ripio incompleto, que sirve para darle sabor al agua en donde se cocerá el arroz y, si es tiempo de cosecha, hasta se le compra un pocillo de cereza con un tanto de ñapa, para acompañar un almuerzo dominical de fin de mes y sin pelúa.
Desde temprano, la casa viene impregnada de un olor a marisco. Es el agua que hierve con las cáscaras de camarón que, como un símbolo de modernidad o plusvalía comercial, ya no tenemos que pelar porque la Mache lo vende limpio, diferenciado en bolsitas de plástico y listo para usar en la legendaria receta del arroz de camarón guajiro.
La tripa golosa empieza a cantar y a esperar el mediodía, deseosa de ser saciada con el manjar en progreso y la matrona, con una manta fresca y los vueltos del mandado escondidos en el brasier, se mueve con gracia de gacela en su templo de peroles y calderetas, mientras tararea un vallenato viejo que suena en la emisora y que le recuerda a los bailes de su juventud, época sepultada en las canas y en los hijos canillones, un poco menos pegados a sus faldas, pero siempre ansiosos de su protección y amor, expresado en un plato de arroz de camarón, voladito y con cucayo.
El fogón canta los aleluyas culinarios del plátano horneado; el huevo, la papa y la zanahoria bailan en el agua hirviendo antes de convertirse en la ensalada perfecta para incluir en el menú y las cerezas observan en silencio y temerosas, poco antes de ser condenadas a la trituración centrífuga para un jugo.
Que lucida se pega la matrona en el seno de su hogar, el rumor del raspao del cucayo lo confirma.
La disputa por el repechaje, que inmancablemente concede, dibuja en su rostro la sonrisa de satisfacción de las cosas bien hechas y con la picardía de un pirata, esconde en la nevera un preciado botín, es un olleta con arroz de camarón, arrebato a la gula de la prole, para permitirse el placer de complacerlos una vez más, a la mañana siguiente, en un suculento calentado, revuelto con huevos y acompañado con bollito limpios de maíz, que otra vez la marchanta le vendía.
La matrona es una experta economista y ella sabe de la importancia de no desperdiciar la comida, porque el hambre acecha y porque en el seno de su hogar está rotundamente prohibido jartarse todo en un santiamén, pues es imperante “guardar pan pa’ mayo”.
Feliz día de las madres de arroz de camarón dominical y a las ausentes, una oración.