Ese periodo de tiempo que transcurre entre el primer llanto y el último aliento, se llama vida y no falta quien dude de que es lo más valioso que tenemos, por ello debemos cuidarla, como se cuida un tesoro, porque lo es… El más grande tesoro que poseemos.
Cuando nos encontramos frente a una enfermedad que la pone en peligro, cuando tenemos a “La Pelona” respirándonos en la nuca y a los goleros revoleteando cerquita, nos asustamos terriblemente y con dentera y culillo nos enfrentamos a momentos difíciles, porque la cosa se pone color de hormiga y hay que sacar adelante un moribundo, un ser amado que pone todo tu ser a prueba, por el que estás dispuesto a cualquier sacrificio, con tal de salvarlo.
¡Está grave! Se le escapa a alguien en la provincia y se riega la bola, como la verdolaga, para desencadenar una ola de solidaridad traducida en preocupación, diagnósticos, consejos y oraciones.
No falta quien te diga, aun sin ser galeno, lo que tiene el Fulanito, pues deduce que es lo mismo que le dio a Sutano y te cuenta como Mengano lo curó con las 7 hiervas que le regaló un Perencejo.
Todo el mundo mete la cuchara, movido por las ganas de ayudar y se libera a la Doña Imprudencia, la cual se pasea libremente de la sala al comedor para enseñarnos, con terapia de choque, el valor de una palabra bien dicha, de una oración sentida o, simplemente, de un oportuno silencio.
El teléfono repica sin parar y puede que no tengas ganas de hablar con nadie, pero ese ring ring te recuerda que no estás solo, pues así como la soledad es la peor de las enfermedades, la solidaridad es la mejor de las medicinas y reconforta saber que cuando se pegue un grito de ayuda, no faltará quien te escuche y te ayude a lidiar a tu enfermo, que, sin duda, es a él a quien le toca la peor parte de este cuento.
Las camándulas se desempolva para activar un ejército de oración; sin distingo de religión, se implora a un único Dios y es tan reconfortante cuando empiezas a ver su accionar, su respuesta a tu plegaria y ese enfermo que estaba más de allá que de acá, lo consuelas, lo mimas y levantas, para contemplar con infinita gratitud, que aún hay mucha vida para vivir y que justo él tiene que vivir para contarla.
La angustia se calma con fe y cada mejoría, por pequeña que sea, te llena de esperanza; ese ceño fruncido inicia a relajarse, la preocupación disminuye y así: pasito a pasito, suave, suavecito, el enfermito sana, su dolor se convierte en risa y su carácter se fortalece, porque si no mata fortifica, así que seguir guerreando, ¡carajo!, que aquí nadie nunca dijo que esto sería fácil, pero sí que valdría la pena.
Entonces se mira pa’ arriba para decir: “Gracias, yo sé que fuiste tú” y también se mira pa’ abajo, para torcerle los ojos a
“La Pelona” y decirle Zapeeeee.