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El Efecto Weltschmerz es un término acuñado por el autor alemán Jean Paul usado para expresar “la sensación que una persona experimenta al entender que el mundo físico real nunca podrá equipararse al mundo deseado como uno lo imagina”.
La tradición anómica extendió dicho concepto a “un estado emocional de tristeza profunda cuando sentimos una gran distancia entre nuestros valores y esperanzas y la realidad que vemos a diario”. Y finalmente, en la visión pesimista de algunos pensadores, el término es utilizado para denotar el sentimiento de tristeza cuando se piensa en los males que aquejan al mundo.
El efecto Weltschmerz define una impronta emocional en la que muchos colombianos podemos reconocernos. Es la melancolía propia de los ‘Nadie’, expresada en los rostros marcados por las lágrimas de las injusticias que forjaron el carácter único de nuestra resignación y el ‘mal que bien estar’ de la historia del país.
Es un particular desánimo siamés del sinsentido social, que actúa disonante ante el rumbo extraño de una realidad moldeada a los tropezones. En esencia, un dolor mutuo que compartimos los nacionales de esta tierra, una especie de cordón umbilical que nos ata a los quebrantos de la impotencia y a las realidades mágicas que se remecen en la hamaca del laissez faire laissez passer criollo.
En Colombia, en su reciente y grisácea existencia, la violencia nos ha puesto a reflexionar sobre el presente que nos ha tocado vivir; si, en ese grano de arena del desierto de la indignación que nos cercena el derecho a ostentar un futuro esperanzador.
Y es entonces, cuando hoy, en el paréntesis que ofrece la efímera actualidad, divagamos en los laberintos profundos del pensamiento para reflexionar sobre cómo ‘deberían ser las cosas’. Un divagar que en su asíntota existencial nos conduce por los senderos de las utopías y nos invita a idealizar un país mejor. Sin embargo, al despertar de la psicotrópica abstracción de ese yagé, caemos en el pozo de la frustración y la desesperanza.
Y aunque parezca irónico, soñar es el único de los derechos que no puede ser cercenado por el pesimismo que ha producido el efecto Weltschmerz en la conciencia colectiva de una Estado fallido, que además ha fallado en todos los estados de su espíritu y se ha sentido preso del sinsentido de sus aspiraciones y hastiado en la desesperanza.
Ante el influjo de este horizonte extraño, se crea una disonancia que nos cuesta manejar y asumir para construir entre todos un propósito de país a partir del despertar y el amor propio de sus gentes. Un compromiso colectivo de país capaz de demostrar que no solo somos valientes para matarnos entre nosotros, sino que somos unos guerreros de primera línea de la superación y la resiliencia.
Pero, ¿qué podemos hacer como nación para lidiar con este estado emocional? Lo primero, como bien lo afirma la psicóloga Valeria Sabater, es “superar el enfado, la frustración y la sensación de que nada tiene sentido. Estamos obligados a encontrar nuevos significados y propósitos vitales y para ello, debemos nutrir la autoestima del país, atender las emociones y clarificar nuevas metas a corto y largo plazo”. El segundo, también en consonancia con lo expuesto por la doctora Valeria, es encontrar líderes que sientan y compartan los mismos ideales del pueblo y que transpiren ansiedad por transformar la realidad y hacerla más humana, más ética, respetuosa y significativa.