Franco Mora, era, en opinión de mucha gente, el hombre más formal y educado del pueblo; nacido en la región andina, había llegado muchos años antes, enamorado de una nativa, con la que formó una ejemplar y prestante familia. Con una pronunciada calvicie, corpulento, de finas formas, respetuoso trato y mucha cortesía en su relación con los demás, don Franco, que hacía rato ya había superado las 6 décadas de existencia, vivía sin afanes y se le notaba su deseo de vivir tranquila y plácidamente; llevaba la vida de quien sabe que ha cumplido su tarea terrenal y no tiene las afugias con las que muchos envejecen.
Marvin Vergel, era, según coincidían todos, la más fiel antítesis de don Franco; siendo mucho menor que aquel, era irreverente, altanero, con ocurrencias únicas y un mamador de gallo innato, tanto, que no reparaba en quien tuviese al frente, para lanzar sus legendarias y burlescas frases, casi siempre cargadas de un dialecto burdo, vulgar y trataba por igual a blancos y negros, pobres y ricos, ateos y creyentes; para él, todos eran lo mismo.
Por coincidencias de la vida, ambos personajes se conocieron e iniciaron una pálida amistad, de esas que son pero no son.
Rara vez se encontraban y casi siempre compartían un formal saludo, un apretón de mano y unas pocas palabras. En uno de esos fugaces encuentros, acordaron encontrarse el viernes siguiente en el más famoso billar del pueblo, lugar donde, a pesar de su fama, no iba todo el mundo, porque su céntrica ubicación le imprimía un ligero toque elitista. Pactaron encontrarse a las 11a.m. y jugar un partido de billar, porque don Franco siempre decía que la buchacara era para cualquiera y el billar era para los genios de estrato alto.
Llegó el esperado viernes y faltando 3 minutos para las 11am, apareció el señor Mora, llegó con la puntualidad y la solemnidad de quien llega a un duelo al que ha sido desafiado a muerte, impecablemente vestido y con un fino taco en su estuche, que llevaba en su mano derecha. Los presentes, acostumbrados a tan asidua visita, lo saludaron emocionados y de manera amable, como siempre, y lo recibieron con cierta reverencia, mientras que uno que otro cliente murmuraba y comentaban sobre la batalla que se avecinaba, porque ya medio pueblo conocía del desafío que estaba planteado.
Cuando casi eran las 12m y ya el impaciente Franco estaba a punto de irse, apareció Marvin; llegó con una cerveza en la mano y con una algarabía que hacía imposible a todo el que pasaba no voltearse a mirar para saber quién era el autor de la bulla que acababa de inundar el casi siempre silencioso lugar. Pacho Mazziri, el encargado del billar, les dispuso la mejor mesa del negocio, mientras el señor Mora desenfundable con parsimonia y elegancia su costoso taco, a la par que Vergel agarraba el primer taco que vio colgado en la pared donde los ubicaron para los clientes. En solo un instante, todos se aglomeraron alrededor de esa mesa y sin proponérselo, se dividieron en sendas barras, cada bando estaba decidido a apoyar al jugador de su preferencia.
Fiel a su estilo, Mora, de manera cortés, le cedió el primer turno a su contrincante, quien sin mucho protocolo, atacó de forma ruda y sin mucha puntería, sin hacer carambola. Llegado el turno de su oponente, que apenas estaba, silenciosamente, terminando de enroscar el valioso taco, y luego de tomar el último sorbo de su ya caliente cerveza, sin anestesia y de un solo golpe le espetó al distinguido Franco: ‘juega, cara e’ copa’. El aludido abrió los ojos lo más que pudo y entre sorprendido y ofendido, desarmó el taco, agarró su estuche, pasó donde el encargado, sin musitar palabra alguna, le pagó generosamente, sin esperar los vueltos y se marchó para siempre de un lugar al que iría por última vez. Con el pasar de los meses, se supo que cayó en una profunda depresión, no volvió a salir ni a la esquina y dicen que aunque murió a una avanzada edad, nunca superó tan efímero y bochornoso episodio en el billar del pueblo.