Como inmigrante, estar en contacto con mi gente es, para mí, asunto de vida o muerte. El cordón umbilical aún no lo he cortado y “en honor a la verdad”, no tengo la más mínima intención de hacerlo.
Déjenme así, pegadita a mi pueblo, pendiente de todo lo que sucede y constantemente “en la jugada”.
Quién parió, quién se casó y quién se murió; a quién nombraron y a quién botaron; los amores escondidos y hasta un cacho destapado.
En este orden de ideas, no puedo menos que considerar Internet como el mejor invento del último siglo, que trajo consigo la revolución de las comunicaciones y la globalización de la información.
Gracias a ello me tomo el tinto con mis paisanos cada semana y sé de memoria los éxitos del momento; así cuando regreso a casa no me siento perdida en el limbo y tarareo, con propiedad, cualquier silvestrazo.
Hace poco murió la italiana Raffaella Carrá y de segurito ya estarán diciendo “Noticia en burro”. Pero es que con la velocidad de la fibra óptica ya es casi imposible tirar la última, todo se sabe en un momentito, porque con la excusa de que “son datos y hay que darlos”, ya nadie retiene información y se legitimó la mala costumbre de las “averiguadoras de la vida ajena” porque la información debe fluir.
La muerte de Raffa me recordó ese bendito día en que a casa llegó el representante del círculo de lectores con un Long Play de acetato.
En la carátula había una mona muy bien teñida, con un corte de pelo recto, que no tenía nada que ver con el estilo de las mujeres que me rodeaban. La única mona que yo conocía era la gerente bonita de un banco y pare de contar.
El equipo de sonido, con su mágica aguja, me regaló unos momentos inolvidables canturreando y bailoteando: “caliente caliente, eh oh, caliente caliente oh ah” y se consumaba el lado A y el lado B de un disco, hasta que se rayaba y ni aún así se dejaba de escuchar, pues el oído se acostumbraba al pedacito de la canción que, estropeada por el uso y abuso, se repetía o se saltaba.
Luego esa misma cancioncita se bailaba en la semana cultural del colegio y hasta en los reinados de la Seño Carmen, donde las mujeres de hoy en día, casi todas con nombre de vírgenes y flores: María, Carmen, Rosario, Remedios o Rosita, Margarita, Yasmín; deleitaban al público con su gracia infantil, bajo la batuta de un artista empírico, profeta en su tierra, a quien a bien tuvieron ponerle el nombre de otro artista, este último un poeta nicaragüense, Rubén Darío.
Nuestro nativo Rubén, sin contar con las herramientas que hoy en día el Internet nos brinda, solo a punta de imaginación, montaba con gracia infinita unos bailes dignos de un Broadway o un Tropicana. Y a punta de repetir una y otra vez el disquito y con el riesgo de rayarlo, perfeccionaba un baile con constantes gritos y cigarrillo en mano, antes de exhibir al público el espectáculo.
Dirigir, era lo suyo, pocas veces era él a repetir el movimiento o ensamblar las piezas de decoración que ya tenía perfectamente proyectada en su cerebro y sin bosquejo alguno; él no descansaba hasta verla perfectamente plasmada tal cual, en la vida real.
Aurora y Olimpia fueron testigos de tanto talento y de vez en cuando aparecen fotografías, aún en blanco y negro, donde se recuerda la creatividad de ese artista sin escuela que llenó nuestra tierra de brillo y de arte, con una imaginación prodigiosa que pocas veces la genética repite.
Quién sabe si aún algunos recordarán, que la tierra de Padilla también artistas paría.