En Colombia, ser lesbiana sigue siendo un tema que genera controversia y resistencia en muchos sectores de la sociedad. Aunque los avances en derechos han permitido que más mujeres puedan expresar libremente su orientación sexual, el peso de estructuras patriarcales aún condiciona la forma en que se percibe y se trata a las lesbianas.
De lo que estoy seguro es que no es un fenómeno nuevo ni una moda. Lo digo porque a lo largo de la historia, han existido registros de relaciones entre mujeres en diversas civilizaciones. Desde la antigua Grecia con la poetisa Safo de Lesbos hasta las referencias en el Código de Hammurabi en Mesopotamia, la atracción entre mujeres ha sido parte de la diversidad humana desde tiempos inmemoriales.
El mito más peligroso que persiste es la creencia de que una mujer puede hacerse lesbiana por influencia externa. Esta idea, ampliamente refutada por la ciencia, parte de la falsa premisa de que la heterosexualidad es la norma y cualquier otra es producto de desviaciones o malas influencias.
Lo que sí influye en la manera en que una mujer vive su orientación es el contexto en el que crece. En sociedades más respetuosas, es probable que se sientan cómodas expresando su identidad desde edades tempranas, mientras que en entornos represivos pueden vivir años de ocultamiento y represión. Esto no significa que sean inducidas, sino que el miedo al rechazo social ha sido históricamente un freno para muchas.
El descubrimiento de su condición sexual suele ser un proceso íntimo, pero en una sociedad como la colombiana, marcada por el machismo y la religión, la familia juega un papel fundamental en la aceptación o el rechazo de las jóvenes lesbianas. Para muchas, el hogar se convierte en el primer escenario de violencia, ya sea a través de discursos de desaprobación, restricciones en su libertad o, en los peores casos, castigos físicos y expulsión del hogar.
En este sentido, muchas familias reaccionan desde la negación. Otras recurren a discursos religiosos para condenarlas empujándolas a terapias de conversión para corregir lo que consideran un error. Esta violencia no solo vulnera sus derechos, sino que tiene consecuencias devastadoras en su salud mental, aumentando los casos de depresión, ansiedad o suicidio.
Por otro lado, es alentador ver que algunas familias han optado por el camino de la educación y la empatía. Padres y madres que, aunque al principio no comprenden, eligen acompañarlas en su proceso y asegurarse de que vivan en un entorno de amor y respeto. En mi opinión, este es el verdadero rol de la familia: no imponer normas sobre cómo deben amar, sino garantizar que puedan hacerlo en libertad.
A pesar de los avances en derechos, la sociedad colombiana sigue en deuda. La discriminación laboral o la violencia de género siguen siendo barreras que impiden una igualdad real. A esto se suma la falta de representación en espacios políticos y de decisión, lo que limita su capacidad de incidir en políticas públicas que protejan sus derechos.
La pregunta no debería ser si nace o se hace, sino por qué aún existen tantos obstáculos para que pueda vivir sin miedo. La respuesta está en la educación, en la transformación de discursos de odio y en la apertura de espacios donde la diversidad sea vista como un valor y no como una amenaza.
En síntesis, ser lesbiana en Colombia es, muchas veces, un acto de valentía. Es desafiar las normas impuestas, es enfrentar el juicio de la familia, es luchar contra la invisibilización y el rechazo. Pero también es amar, construir comunidad y exigir un lugar en una sociedad que debe ser de todas y para todas.
Para concluir, la heterosexualidad no es la única forma válida de amar, y el reconocimiento de la diversidad no es una concesión, sino un derecho. Mientras haya una sola mujer en Colombia que tenga que ocultar su amor a otra mujer por miedo, el trabajo por la igualdad seguirá siendo una tarea pendiente.