Profundamente tristes, acongojados y consternados nos sentimos con la temprana partida de Álvaro León, mi hermano mayor, a consecuencia de las secuelas que le dejó el Covid-19, que ha diezmado nuestra familia, cobró, además de la vida de él, la de dos primos, Édgar Martín y José Vicente Acosta; una prima, Melis Daza, y mi hermana Cecilia, la tejedora de sueños, cuyo primer aniversario se cumple justamente este miércoles 6 de julio.
Nos embarga un sentimiento de tristeza inenarrable, que se mezcla con la perplejidad, la confusión y la impotencia, pues nada podemos hacer ante los designios de Dios, que son inescrutables e insondables, frente a los cuales sólo cabe la resignación cristiana, que es la que nos da fuerza para hacer más llevadera la pena.
Perder un hermano significa, nada menos ni nada más, que perder a quien compartió con uno toda una vida, por que venimos al mundo engendrados por los mismos padres, corre por nuestras venas la misma sangre y con quien, como dice el verso de la canción de Emilianito Zuleta ‘Mi hermano y yo’ “he batallado para poder vivir” y a ratos sobrevivir en medio de nuestras precariedades como punto de partida de nuestros ya largos años. Él vino al mundo primero que yo y que mis demás hermanos, razón por la cual era la cabeza visible de todos nosotros.
Con la pérdida de nuestro hermano sentimos un enorme vacío, quedamos disminuidos, incompletos y nos va a hacer mucha falta seguir nuestro periplo vital sin contar con él, como siempre contamos. La desazón y el desasosiego que nos causa es indescriptible, porque las palabras se nos quedan cortas para interpretar fielmente esa procesión luctuosa que va por dentro de todos nosotros. Por fortuna, como lo repite a menudo el papa Francisco, la muerte no tiene la última palabra. Como creyentes que somos, estamos convencidos que Álvaro no ha muerto para siempre y menos para nosotros, porque sólo muere quien se olvida y a él nunca lo olvidaremos, lo llevaremos siempre en nuestros corazones.
Desde que se declaró la pandemia mundial a causa del llamado Coronavirus o Covid-19, hasta la fecha, me dí a la tarea de escribir notas sentidas con ocasión del fallecimiento de amigos, parientes y relacionados y han sido tantas que ya las tengo compendiadas en un Covituario que próximamente verá la luz. Lo paradójico de la vida, que tiene sus paradojas, es que ahora que muere mi hermano mayor, que es como morirse parte de uno, el mismo grado de conturbación que me abate hace que me escaseen las palabras para que ellas digan todo lo que abunda en mi corazón herido.
Hace un año, vivimos el mismo dolor con la partida de mi hermana Cecilia Acosta Pimienta, una indígena wayuú de 53 años que vivía en la comunidad de Iwouyaa, ubicada en el territorio ancestral El Paraíso, en zona rural, a 17 kilómetros de Riohacha.
Cecilia se encontraba entre las pioneras en La Guajira en incursionar en el etnoturismo, su ranchería y su hostal en Mayapo se convirtieron en un polo de atracción de los turistas, en un referente, pues ella, con la asistencia de su hija Vanessa, no se limitaba a mostrar y exponer sus artesanías, sino que quienes la visitaban tenían la oportunidad de degustar las delicias de la gastronomía autóctona, hacer la siesta en los chinchorros “paleteados” por ella y su comunidad y no podía faltar la narrativa en torno a sus usos y costumbres, así como sus tradiciones, propias de su cultura milenaria.
Ramón del Valle-Inclán dijo que sólo “mueren aquellos que olvidamos”, pero Ceci será imposible de olvidar, porque, como ella misma dijo “cada pieza que tejemos tiene una historia, tiene nuestro pensamiento, tiene una parte de nosotros”. Bien dijo ella, “tejemos sueños, mostramos lo que vivimos”.
De manera que ella deja tras de sí un legado que la trasciende y perdurará no solo en sus obras de arte que exhibió y promovió en cuanta feria artesanal había, las cuales llevó además allende nuestras fronteras. Hasta a Europa viajó, contando con el apoyo y el auspicio de Artesanías de Colombia, que siempre vio en ella una de las más caracterizadas exponentes de las artesanías. Cecilia, además de capacitarse, le transmitió todos sus saberes, habilidades, conocimientos y experticia a su hija Vanessa, la formó a su imagen y semejanza. Sobre ella, entonces, recae la responsabilidad de preservar, conservar y cultivar ese gran legado.
Su altruismo y su vocación de servicio la llevaron a trabajar a brazo partido, codo a codo, con las demás artesanas para enseñar y entrenar a otras, a propender por la mejora y la variedad de sus tejidos, a organizarlas para reivindicar sus derechos cuando estos eran conculcados. Y ello dio sus frutos, entre ellos uno de los más preponderantes y representativos fue lograr la denominación de origen para las artesanías wayuú, como una forma de proteger y defender su autenticidad y enfrentar el plagio de los avivatos.
Le expresamos nuestros agradecimientos a todos aquellos que por un medio u otro nos han manifestado sus sentidas condolencias. Los apreciamos mucho.
Paz en su tumba.