La Guajira es un reflejo de la complejidad y la profundidad de la crisis que enfrenta Colombia. La presencia del narcotráfico y los grupos armados ilegales ha traído consigo una ola de violencia que ha desgarrado el tejido social de la región. Al igual que el personaje de Kurtz en la novela de Joseph Conrad, La Guajira parece haber sido abandonada a su suerte, dejando que la codicia y la brutalidad se apoderen de ella. Hoy, la realidad se torna cada vez más sombría. La ausencia de un Estado efectivo y la falta de presencia policial han permitido que se genere un clima de miedo e inseguridad que impide el desarrollo y la prosperidad. Es hora de que el Estado colombiano asuma su responsabilidad y atienda las necesidades de esta región olvidada, antes de que el corazón de las tinieblas se apodere por completo de La Guajira.
Una muestra de la inacción y de la inercia del “dejar hacer, dejar pasar” que acontece a diario en nuestro departamento es el siguiente relato: “A media mañana, después de superar con estoicismo la revisión de un retén policial, avanzo en danza lineal sobre la alfombra asfáltica que une a Riohacha con Maicao. Justo allí, en el kilómetro 58, al fragor vaporoso de la vía y el susurro de la emisora, me veo obligado a detenerme a la distancia preventiva que me indica mi sentido de supervivencia. Y entonces, acurrucado frente al volante, con ganas de sentirme más pequeño, observo cómo la ocasión bandolera me sorprende en el segundo lugar en la fila de los “protegidos por el azar” de este bendito día.
Desde la tribuna, registro con mi celular el hecho notorio que en La Guajira yace premiado por la cotidianidad. Reposado sobre el costado derecho de la troncal, entre la berma y la calzada, respira encendido un camión tipo furgón, el cual, al verse abordado por hienas negras encapuchadas, no le queda ´más remedio que sucumbir. Y allí, en la tercera estación de su viacrucis, el conductor, armado con la impotencia escudera de la impavidez, afronta su suerte como presa mordida por el cuello. Lo hace, quizás, convencido por la mirada tierna del retrato de su hija que lo acompaña en el vehículo, el juego de estampas de la virgen que cuelga del espejo y la brillantez del aro que descansa en su anular. Y al pensar en él, que debe decirse así mismo que no vale la pena pecar con el heroísmo del mártir, y ante esa postura, flaquea con la racionalidad de la rendición. La misma que desconoce el asaltante que, montando sobre el estribo, acaba de picotear la parte superior de la frente del chófer con la mirilla del revólver recién empavonado. Entre tanto, las demás bestias, impávidas ante el chorro escarlata que salta de la cabeza de su víctima, hociquean la cabina por todos lados, alterados por la emoción que genera el éxtasis del riesgo. En segundos, ultrajan la guantera y los recovecos donde yacían escondidos los gastos de viajes y las encomiendas menores que algunos clientes esperan. Lo hacen con la seguridad y la confianza que otorga la inoperancia policial y la ausencia de señal de celular en ese tramo de la vía.
Absortos, los demás compañeros de fila, los conductores y pasajeros de ambos sentidos, refrendan con la quietud del maniatado, nuestra condición de testigos de un dolor que se siente y se vive como propio.
Luego del despojo, apoderados por el botín que el azar les ha prodigado, los cuatro forajidos atraviesan la carretera cargando el trofeo de su primera, o quizás, segunda incursión matinal. Expresan su euforia a mano alzada, disparando varia veces al aire las armas que, prestadas por algún proxeneta del mal, ostentan ahora con orgullo criminal. Y tras ser apurados por el afán del triunfador y las señales de algún cómplice escondido, los atracadores se introducen en el bosque de trupillos y cactus del desierto guajiro.
Posterior a la escena, y con las manos silenciadas por el aplauso del miedo, me preparo para proseguir mi marcha de viajero solitario. Aún postrado por la incredulidad, el temblor me lo permite, detengo la grabación de mi celular, sin percatarme que del monte ha salido la mala suerte a mi encuentro.
Noto por la ventana de la puerta el resurgir de dos de los cuatro malhechores, que erguidos por las ostentaciones del mal se me acercan con incesante molestia y por poco parten el vidrio, el vidrio lateral izquierdo con el cañón de una de sus armas. Al bajar la cortina que nos separa, me enfrento a sus rostros protegidos por las sombras de la tela oscura; los saludo con la cortesía venial con la cual se muestra respeto a los actores teatrales. Lo hago, cargado del nerviosismo que poseemos los novatos, y despreocupado por el acto que ha de venir. Al avistar, en uno de ellos, la sonrisa amarillenta ausente de un canino y la mirada rojiza de alguien que se cree con poderes supremos, mis sentidos se ven sorprendidos por el insulto proferido en la lengua materna del asaltante, cuya mano izquierda se encarga de despojarme del celular. Y como si estuviese escrito en una página de ficción o en un reporte policial, con la derecha, la misma con la que seguramente aprendió a escribir y a ingerir alimentos, enciende el sonido atroz que en un impacto directo sobre mi corazón, me conduce, este 20 de junio de 2024, al encuentro terrorífico con la peor expresión del alma humana. Una suerte que no deja de ser una estadística más. Sí señores y señoras, una cifra más que ha acompañado a muchos en una tierra que anhela convertirse en un faro de prosperidad y justicia. Una Guajira, que al igual que en la novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, se esconde un mundo de oscuridad, barbarie y desesperanza”.