En la tierra de Padilla, la palabra y la confianza crecen agarradas de la mano y es todo lo que se necesita para ser respetado y reconocido como una persona honorable.
Estas virtudes salen a flote tanto en los grandes negocios como en las sencillas transacciones que trae consigo la cotidianidad.
Aquí se han vivido muchas bonanzas y las vacas a veces son gordas y otras veces flacas, se come de las verdes y también se aprende a esperar pacientemente para merendar de las maduras.
Cuando la mano está mala y los bolsillos vacios, se acude a la solidaridad y generosidad de los paisanos y en medio de los «tírame algo» y los «préstame ahí» se lleva el pan a casa, pues el hambre de los muchachitos no tiene espera.
En épocas de escasez, aparece en algunos hogares de mi tierra el genio de la lámpara de Aladino.
Se trata de un cartoncito largo y delgado, hecho con la parte lateral de una paca de cigarrillos, que el dueño de la tienda entrega a los clientes que lo requieren y donde anota todas las cosas que sirven para sortear la pelúa y que él tiene a bien fiar, confiando plenamente en que cuando se mejore la situación, sea porque les paguen un sueldo atrazado o porque se les haga efectivo una vuelta o corone, le saldarán.
Y ahí va pariendo números ese cartoncito, con los «anóteme ahí» la papa o la yuca, el queso o los choricitos, el refresco en polvo o la gaseosa, pero de que se resuelve, se resuelve, porque con la barriga vacía no se va nadie a dormir.
El cartoncito regresa a la casa junto a la compra y se guarda muy bien en algún lugar seguro, listo para seguir solucionando necesidades.
Ahora, ya de adulta, después de haber servido de mensajera y portadora del preciado «cartoncito» en repetidas ocaciones, en la época en que hacer los mandados era un tarea reservada a los más avispados de la casa, caigo en cuenta de la confianza, credibilidad y respeto que encierra este símbolo.
Creer en lo que se anota y que muchas veces se hace hasta con lápiz y otras tantas con una escritura ilegible que solo el dueño de la tienda puede descifrar; no ponerle un plazo a estas transacciones, solo la esperanza de que algún día se compone la mano del fulano portador y se pagará, es un tremendo acto de honor.
Y es claro que se pagará porque de lo contrario la fama de pícaro los perseguirá hasta la eternidad y todas las puertas se les cerrarán a donde lleguen.
Ese cartoncito era tan sagrado como la estatuilla de cualquier santo, no se debía mojar, romper, arrugar y ni dejar rodando por ahí y si cualquier pelaito necio se atrevía a cogerlo para jugar a los avioncitos voladores, la limpia era segura y con la marca de los chancletazos en las piernas, la lección era aprendida y de seguro más nunca lo volvería a tocar y entendería, con sangre, su valía.
¿Y si un día se pierde el cartoncito?
Carajo, que mala vaina, ¿y ahora qué le vamos a hacer?
Tranquilos, el señor de la tienda se las sabe todas, es un hábil veterano comerciante y le bastará un «págame lo mismo del mes pasado» para superar el percance.
Aquí lo importante es respetar y honrar la confianza que un día les depositarían, sellando el pacto con un simple cartón y con la promesa de un «yo te pagaré».
¿Y cuándo se hará eso? El día menos pensado, y puede ser que coincida con «cuando San Juan agache el dedo».
Que tengan ustedes un riohacherísimo día, alegre y cálido.