Ser contratista del Estado en Colombia es un acto de fe y resistencia. Cada año, miles de profesionales se sacrifican en un tortuoso servicio para alcaldías, gobernaciones y organismos públicos, trabajando todo el año, pero cobrando ocho o nueve meses… sí tienen suerte. La excusa oficial es la sagrada ‘apertura presupuestal’, ese misterio divino que mantiene a quienes sostienen la administración pública con su trabajo en el aire cada inicio de año, hasta que los políticos del momento distribuyen los contratos.
Es un esquema prolijo: el Gobierno ahorra dinero al no cubrir beneficios sociales, cesantías, vacaciones y seguridad social, mientras mantiene una nómina de empleados sumisos, dependientes y aterrorizados ante la posibilidad de perder su vinculación. Y que no quede duda: si un contratista se atreve a quejarse, podría recibir un aviso cortés con las palabras mágicas: ‘no hay disponibilidad presupuestal’ o ser sometidos a una cadena de reprocesos y reajustes hasta colmar su paciencia; un rosario que puede incluir la actualización de datos en el Sigep II y el Secop II, la realización de un curso de transparencia y la certificación de todo tipo de antecedentes.
La parte más irónica es que estos trabajadores ‘temporales’, que de temporales no tienen nada, son quienes constituyen la estructura del Estado. Coordinan programas sociales, escriben informes para las ‘ías’, redactan discursos para políticos que nunca los leerán, responden derechos de petición y realizan las actividades que mantienen instituciones en pie.
En el papel, las cosas que hacen existen en un estado de transitoriedad llamado ‘contrato de prestación de servicios’, una prestación, tildado de milagro burocrático que les permite materializarse y desmaterializarse dependiendo de quién esté en el poder. Veamos un par de ejemplos paradigmáticos de cómo funciona este esguince laboral que martiriza a miles de colombianos.
Una profesional a tiempo completo, pero sin estatus a tiempo completo
Adelfa es una socióloga de 38 años, que trabaja para un Gobierno regional desde hace dos períodos. No está en la nómina oficial, sino como ‘colaboradora estratégica’ en el negocio de la sofisticada prestación de servicios. Su trabajo es crítico: ha realizado diagnósticos de pobreza, formulado proyectos, capacitado alcaldes que apenas saben la diferencia entre un presupuesto y una carta astrológica, entre otras labores nobles en favor de la administración pública. Quienes la conocen, destacan su eficiencia, sin embargo, desde el jefe de personal hasta el vigilante son testigos de su ritual de espera anual. Cada diciembre su contrato termina y cada enero comienzan los pasos de su viacrucis, una penitencia marcada por excusas que progresivamente se vuelven más imaginativas:
- «Estamos haciendo ajustes administrativos, tenga paciencia».
- «No te preocupes, el jefe ya dijo que renovaría tu contrato, solo aguanta un poco».
- «El Decreto de liquidación del presupuesto está listo, solo esperamos que regrese el secretario de Hacienda que está de gira por Miami».
Mientras el gobernador contrata influencers para mejorar su imagen y adjudica obras públicas a sus amigos constructores, Adelfa acumula deudas y vende rifas para comprar útiles escolares para sus hijos a la espera del prometido contrato. Y cuando finalmente llegan noticias en abril, le avisan que su contratación será por ocho meses y quieren pagarle en cuotas, sin derecho a queja porque ‘ya sabes cómo es’. Para agravar su sufrimiento, Adelfa es consciente de que, si la Gobernación cambia de dueño, su trabajo es un botín de posguerra: el nuevo comandante introducirá su propio Ejército de contratistas y cualquiera que no haya mostrado lealtad en la campaña ni arriado una recua de votos, es sujeto de una desvinculación con olor a reciclaje humano.
El joven con mil deberes y un escaso salario
Kevin, de 26 años, comenzó a trabajar en la Alcaldía como ‘asistente administrativo’, pero en verdad es un todoterreno: saca copias, lleva café, maneja las redes sociales del alcalde, e incluso organiza fiestas para la primera dama y se disfraza de Papá Noel en cada Navidad. Un trabajador versátil que no recibe los beneficios y privilegios del personal de planta.
El alcalde le prometió la renovación de su contrato en noviembre. En enero le dijeron “el burgo está revisando su equipo”, y en febrero que ‘aún no habían cerrado el presupuesto de la vigencia anterior y necesitaban una autorización del Concejo’, y para marzo estaba tan endeudado que pensó seriamente en vender empanadas en la esquina de la Alcaldía para sobrevivir.
Finalmente es mayo, y llega la ansiada llamada: “Oye Kevin, te vamos a contratar, pero será por seis meses y por menos plata.” Al pobre asistente, cansado de tanto esperar y sin más opciones, le toca aceptar las condiciones. De lo contrario, el primo lejano de algún concejal ocuparía su lugar y ‘privilegios’.
Pero la tapa de la olla no está en la oficina. En época de campaña, Kevin debe repartir volantes, llenar buses con votantes y asistir a reuniones políticas, con la promesa de que, si el candidato de su jefe sale elegido ‘le ayudarán con algo mejor’. Así funciona el sistema: el Estado no solo explota a sus contratistas hasta el cansancio, sino que también los convierte en una rueda aceitada de su aparato electoral.
El ciclo de precariedad
Las historias de Adelfa y Kevin no son excepciones a la regla. Los contratos de empleo temporal en municipios y departamentos funcionan así: son redes clientelistas en las que el trabajo es un favor, mientras la estabilidad laboral es un mito. Mientras alcaldes y gobernadores reparten encargos jugosos a familiares y donantes de campaña, los contratistas regulares se cuelgan con la esperanza de algún día ser ‘considerados’.
Lo peor es que este sistema perpetúa la ineficiencia del Estado. Las administraciones se deforman sin personal capacitado cada vez que cambia el Gobierno, los proyectos se interrumpen, y la gestión pública es un campamento nómada de improvisación y amiguismo. No obstante, los contratistas por prestación de servicios son los seguidores más leales del político de turno. No porque confíen en las capacidades del candidato, sino porque cuando llega el momento de votar, necesitarán de él para salir a repartir panfletos y trabajar gratis… si quieren mantener su contrato para el año siguiente.
¿Y la solución?
La administración pública en Colombia no puede seguir sustentándose a través de la explotación de miles de trabajadores desprotegidos. Si el Estado es el empleador más grande del país, también debe dar ejemplo en justicia laboral. Si realmente queremos ver equidad en este sistema kafkiano, debemos proponer algo radical, por ejemplo: que los políticos que diseñan estas estructuras clientelistas también sean contratados por prestación de servicios. ¿Imagínense al honorable senador o al alcalde de turno enfrentando las mismas maravillas burocráticas que Adelfa y Kevin? ¿Qué tal si el gobernador tiene que esperar hasta mayo para cobrar sus ‘honorarios’ mientras sus hijos se preguntan por qué no hay comida en la mesa? ¿O si el presidente de la República tuviera que pedirle cita a su tesorero del Dapre para saber cuándo le van a pagar?
Y a los contratistas de todo el país, paciencia, fe y gratitud. Recuerden que, si trabajas gratis durante tres o cuatro meses, al menos puedes agregar otra experiencia a tu currículum… y la esperanza de que algún día, tal vez, alguien te devuelva el favor.