“La muerte de Abel Antonio, por mi tierra la sintieron los chachos, fueron cinco noches que me hicieron de velorio y para las nueve noches todavía me deben cuatro”. Imposible hablar de velorios sin que viniera a nuestra mente ‘La muerte de Abel Antonio’ una canción de profunda raigambre macondiana de la autoría de Abel Antonio Villa que da cuenta de lo sucedido en 1943 cuando a su pueblo llegó la noticia que los habían matado en El Banco y cuando su candil tenía cinco noches de estar encendido apareció el que creían muerto, así vio la luz una de las canciones más recordadas del vallenato tradicional la cual fue grabada por él, también por Guillermo Buitrago, Alfredo Gutiérrez en 1971 y en el álbum ‘100 Años De Vallenatos’ de Daniel Samper y Pilar Tafur en 1997, está una versión interpretada por Daniel Celedón e Ismael Rudas.
En días recientes pasados escuché a la comunicadora Mavis Granadillo también conocida como ‘Doña Dorotea’ en su ventilador con cipote de perorata, armó cipote de alboroto refiriéndose al tema de los pésames y los velorios lamentando que se han perdido muchas tradiciones que han contaminado de elementos citadinos esos acontecimientos que afligen y también convocan a los verdaderos amigos para volvernos a encontrar, para la solidaridad y acompañamiento.
Compartimos plenamente sus preocupaciones, es evidente que estamos viviendo una época en la que se impone la política sin principios, la avena sin hojuelas, la cerveza sin alcohol, la leche sin lactosa, el vallenato sin letras, el café sin cafeína, los muertos sin dolientes y los velorios sin lágrimas, todo porque con tal de parecer lo que no somos, hemos despojado aquellos usos y costumbres ante las sentidas ausencias de su rigurosidad espiritual para convertirlos en un elemento más del paisaje del folclorismo, el arribismo y las locuras mediáticas.
No es difícil llegar ahora a un velorio a donde al muerto lo lloran más los vecinos que los familiares porque ya eso no se usa, así terminan más afligidos los velones que los dueños de la olleta como le pasó a ‘Beto’ Molina en Valledupar durante la velación de Rafael Escalona, mientras el desconsolado requebraba y dejaba caer chorros de lágrimas sobre el cajón del maestro, una familiar cercana permanecía sentada, tiesa, maja e imperturbable a prudente distancia de la caja negra donde estaba su muerto chateando con su teléfono.
Gracias a Dios en nuestros pueblos todavía no se han perdido totalmente esas costumbres usuales de ruralidad, todavía a los muertos los velan en su casa, la gente llora desgalillada y sin gafas oscuras, cuando alguien muere en cualquiera de los pueblos la gente se moviliza para allá para “echarle el brazo” a la familia, para decirles que se les acompañan en esos momentos de dolor, para decirles que le estamos pidiendo a Dios fortaleza para ellos porque se sabe que ante los golpes brutales la resignación es imposible, uno por allá llega al ‘duelo’, se sienta y puede meterse en las conversaciones ajenas sin problemas, allí le llega el traguito de café o de calentillo de paja de limón, y si el sol esta muy fuerte llega el perol con el té helado, y si a uno lo coge ahí la hora del almuerzo se le acerca un familiar del difunto para decirnos al oído “No se valla que ya el almuerzo casi está”, desde luego uno se sacrifica y allí se queda porque ese sancocho o la carne molida no fallan.
En lo único que hemos cambiado por allá es que ya no se cortan guaduas para colocar sentaderos y las orquetas con palma de corúa para hacer el salón al frente del lugar de velación, ahora se gestiona la consecución de carpas desarmables con lo cual queda claro que la familia enlutada es de consideración, en algunos pueblos ya no cortan la leña para los nueve días sino que cocinan con gas por eso la comida no es tan sabrosa, en cuanto al llanto eso se lo han dejado a los viejos que quedan, los muchachos ya casi no permanecen en esos lugares, y si se acercan se quedan por los alares chateando con el que tienen al lado adelante o atrás, solo se miran de vez en cuando en silencio, y no pasan dos meses cuando están bailando, dándole tacón al que se murió trabajando para ellos; antes eso no era así, cuando había velorio en el pueblo el luto era colectivo, nadie prendía el radio ni para escuchar la hora, no olvido que mi vieja cuando mi abuelo falleció nos dejó encender Televisión en la casa cinco años después, el radio Crown de Onda corta y Onda larga lo metió a un baúl y muchos años después cuando volvió a salir no funcionó, él también se enlutó para siempre, mi madre tenía su alma enlutada, los muchachos no podíamos cantar durante los nueve días y si lo hacíamos alguien nos regañaba.
Lo otro que ha cambiado es la vestimenta de las mujeres para guardar luto, ahora se “guarda el luto” con vestidos azules, lila, gris, beige, y si el muerto es muy cercano de blanco, antes no, la vaina era con negro liso para que la gente supiera que el dolor era grande y que la viuda no estaba en condiciones de pretender, si no lo hacían así las criticaban, era cuestión de fidelidad hasta más allá del cielo para el alma perdida, y cuando la mujer que había despachado su marido para el cementerio dejaba de usar el negro y lucía vestidos con pronunciados escotes comenzaban las consejas, los rumores, el chisme, y se comentaban cosas como estas “Esa debió echarle el ojo al otro en el velorio” y alguien ripostará “Que va, ¡ya lo tenía!”.
Evidentemente ya nada es igual, Mavis va a tener que acotejarse con lo que hoy se tiene porque ese tiempo no vuelve, ante estas cosas muchas veces uno va a visitar ciertos velorios y regresa con la sensación de que perdió el tiempo, con tantos detalles citadinos que uno se siente como cucaracha en baile de gallinas, no parece cumplido a plenitud el objetivo de nuestra presencia allí, queda la sensación que nos hemos chupado la paleta sin quitarle el papel, es como si al visitante le hubiera dolido más el finado que a su gente, todo porque la modernidad impone unos protocolos que todo lo vuelven liviano, intrascendente, pasajero y light.
En las ciudades nadie manda a matar dos o tres animales para brindarle comida a quienes lleguen a dar el pésame, no cuentan los nueve días como en los pueblos, no llega el rezandero o rezandera cada noche para rezarle al alma en camino durante sus nueve días, no veo detrás del cuadrito del Sagrado Corazón el Vaso de agua para el difunto, no reparten galletas con queso picado por las noches ni sopitas durante las madrugadas para quienes amanecen ‘acompañando’ . Toda esa vaina se acabó, ahora es el muerto al hoyo y el vivo al bollo y eso así definitivamente no luce.
Dorotea, mi hermana, hay que sacudirse, tenemos que modernizarnos para no pasar pena en los velorios, nos tenemos que despojar de nuestras costumbres pueblerinas y de los aires de ruralidad porque nos come el criterio, ya yo comencé, me llegaron de los lados de la Casa Blanca -ojo no de Corpoguajira- las gafas oscuras de mi marca preferida para esas ocasiones, y Enilfa Curiel ‘La aguja de oro’ me bordó cinco guayaberas para estar a la altura de las circunstancias. Lo único cierto es que ¡morirse no paga!