Presiento con las brisas del verano la presencia de un hermano, que por circunstancias de la vida un día se fue, recuerdo los consejos de mis viejos que a la tumba ya se fueron, y quisiera devolver el tiempo para verlos otra vez, Navidad, quisiera encontrarlos de nuevo, Navidad, será que se han ido hacia el cielo”. Brisas de Navidad, Wilfrand Castillo-Los Diablitos.
El tiempo pasa, los días transcurren más rápido que cuando estábamos niños, el sol se mantiene esplendoroso, la brisa es revuelta y fría, la gente parece enloquecida, se compra compulsivamente, muchos se meten en deudas para estrenar como sea y lo que sea “porque llegó diciembre”.
Los viajes son permanentes, inesperados, agitados y de súbitos regresos, la algarabía impide escuchar las sirenas de advertencia del peligro, quien está en medio del jolgorio, no está en capacidad ni de pensar, ni de medir consecuencias.
Resulta evidente el entusiasmo colectivo que se siente a donde uno va, es como si a una manada de perritos que tenían encerrados los hubieran soltado sin previo aviso, la gente parece olvidar que tenemos el enemigo durmiendo bajo la cama, potenciado el riesgo por aquellos que por mala información unos y por ignorancia los otros se abstienen de recibir los biológicos que la ciencia ha desarrollado para controlar de alguna manera la furia despiadada del mal que hoy nos aflige.
Cuánto añoramos aquellas navidades cuando la única preocupación que existía era por dar agua y de comer al chivo, el puerco o el pisco que se sacrificaría durante la noche de Navidad para compartir en familia, ese tiempo cuando los muchachos nos acostábamos temprano con la expectativa cierta del regalo que nos traería el Niño Dios cuando hiciera su ingreso a nuestra casa de techo de zinc por el caballete.
Nos desvelábamos, solo pensando con qué nos sorprendería esta vez el pequeño visitante de cada noche de la Natividad, antes de que el sueño finalmente nos venciera pasábamos mirando debajo de la hamaca para ver si el aguinaldo llegaba, no había razones para angustiarse, todo era festejo, dulces esperas, reencuentros y paz familiar.
El amanecer de cada 25 de diciembre era siempre especial, cuando poníamos las canillas al piso allí encontrábamos debajo de la chondita rayá la gran sorpresa que esa criatura misteriosa había escogido para el ‘Nene’ de la casa, imposible olvidar que sacaba los juguetes de la cajeta, pero no permitía que nadie lo tocara para que no lo ensuciaran. Lo guindaba en su empaque de algún clavo en la casa y me iba a la calle a jugar con los ajenos para que la arena no ensuciara el mío, por eso permanecían nuevos durante todo el año, los cuidaba como un tesoro, solo jugaba con ellos dentro de la casa porque había piso de cemento.
Recuerdo especialmente a ‘Kiko’ mi carro de carreras, que tenía un hombrecito encachuchado que era el conductor, grande, azul, de pasta tan dura que me podía sentar sobre él; exótico, novedoso en aquel tiempo, esa era su marca y así le coloqué el nombre, sobrevivió mi niñez, y solo lo perdí de vista siendo adolescente cuando lo heredó alguno de mis sobrinos.
Nunca antes había visto algo igual, ni en televisión porque no teníamos, seguro estaba que no fue fácil para el Divino Niño entrarlo a la casa por esas hendijas tan pequeñas por donde solo veía pasar la luz de la luna por las noches, y los murciélagos que de vez en cuando aparecían para guindarse boca abajo de la tiranta de madera que soportaba la fría cubierta. No había juegos electrónicos, apenas algunos juguetes de pilas, muñecas para las niñas que pestañeaban, que si las golpeaban chillaban, carritos que encendían los foquitos, pero nada que funcionara sin ponerle la mano, jalarlo con cabuya, darle cuerdas o hundirle algún botón.
En diciembre solo se hablaba de fiesta, paseos, comida, retorno de “Los estudiantillos” como decía ‘Caliche’ el de Cotoprix, y el regreso bullanguero de los hombres y mujeres que trabajaban en Venezuela que venían a mover la economía del pueblo.
La gente poco se enfermaba, creo que de los pocos que se achacaban era este cuerpecito que cada vez que lo traían a Riohacha y recibía la brisita del nordeste en las tardes decembrinas era una fiebre precisa, nunca he podido entender ese misterio, decía mi vieja “el nordeste le cae mal”. No sé como hizo para curarme, porque ahora esa brisita colada la disfruto a plenitud.
Todo ha cambiado, no solo por la pandemia sino por la inversión de valores, y falta de alegría y espontaneidad en la niñez y la juventud. La inocencia de los primeros años es cuestión del pasado, intrascendente, ausente y pretérita.
A los muchachos de mi generación nos enseñaba mi padre a leer periódicos, ahora los maduran con periódicos para el juego, el consumo de licor y la ostentación, no se les enseña urbanidad, ni civismo ni a trabajar sino a fachosear y chicanear. No se les pregunta dónde consiguen lo que llevan a la casa, sino que se les felicita por su habilidad temprana para hacer dinero, los encontramos por todas partes con música a alto volumen y parrandeando, pero en materia de conducta sus notas son bajas.
Estamos a tiempo para enderezar el rumbo, el espíritu de la Navidad y la solidaridad están llamados a sustituir a los espíritus armados que lo dañan todo, tenemos que acordarnos en estos días benditos de la gente que sufre, de quienes la noche mágica del nacimiento de Jesús solo tienen en el fogón desesperanza y añoranzas de piedad.
Es el momento preciso de hacer obras para agradar a Dios regalándole una sonrisa a los niños que teniendo derechos irrenunciables no reciben nada, todo sin esperar nada a cambio, sin cálculos mezquinos, teniendo presente además dos cosas que leímos en las Santas Escrituras alguna vez, “Por sus obras los conoceréis” y “De la abundancia del corazón habla la boca”.