La niña, al alejarse entre los matorrales, atenta a no herirse con las espinas de los cactus que bordeaban el camino, echó un último vistazo a la ranchería y la contempló con desespero queriendo arrancar cada detalle de su cotidiano panorama e insertarlo en su memoria para aferrarse a ellos en los momentos oscuros de las noches sin mamá, de los días sin sus animalitos, lejos del rancho.
Acelerando el paso y de un jalón, la marchanta le señala el camino y le cuenta de los objetos mágicos que encontrará, especialmente de una caja con control que de seguro la cautivará y le distraerá la melancolía por un instante, pero que no le bastará para apagar su tristeza.
Le describe el agua, que verá correr en abundancia y saciará su sed, prometiéndole que no volverá a caminar por horas en el desierto para llegar al jagüey en busca de ella.
Sin embargo, la muchachita evoca lo feliz que es en estas caminatas, en su entorno perfecto de cactus y arena, de iguarayas y en épocas de lluvias, de cerezas y grosellas.
Tenía hambre, solo se había nutrido con un pocillo de chicha de maíz y la mitad del pan que dividió con su hermano y cuyas migas no bastaron para saciar los pollitos que revoloteaban a su paso, picoteando alegremente sus pies desnudos, llenos de arena y con las huellas de su constante andar.
Cuando se enfrentó a la ciudad estrechó la mano de su mamá cada vez que atravesaba una calle y tapó sus oídos para mermar el ruido incesante del mercado, hasta llegar a su destino.
Todo la maravilló: el ruido del timbre, el zumbido de la olla a presión, el inodoro y, por supuesto, la caja mágica llamada televisión.
La patrona le preguntó el nombre, fue amable con ella y la llevó a conocer a un niñito de tan solo 3 años a quien debía cuidar; tendría solo que jugar con él evitando que se lastimara, justo ella, la más distraída de su numerosa familia.
Su diminuta humanidad llena de cicatrices le recordaban su torpeza, a duras penas si lograba cuidarse a sí misma.
Ella, que ni sabía aún cómo abrir una puerta con más de una cerradura, debía aprender rápidamente tantas cosas, obvias para muchos y extrañas para ella y todo esto, lejos de casa, sin la guía y protección de su gente.
La niña se sentía perdida, el miedo la paralizó y en la noche se refugió debajo de las sabanas, extrañando su chinchorro y sin pegar ojo sintió cantar un gallo y entendió que la horrible noche había cesado y se levantó.
Pasó por la cocina y calmó su hambre; se atragantó de todo lo que encontró y aprovisionó los bolsillos de su manta viejita, con lo que le cupo dentro de ellos, salió por el portón del patio y dejando abierta la puerta se marchó.
Recorrió de regresó el mismo camino que su memoria andariega le señalaba y con el corazón acelerado dejó la ciudad.
El silencio del monte la tranquilizó y le despertó la alegría del volver… Sus pasos la llevaron a casa.
En la ranchería aún dormían, así que se acercó al gallinero y alimentó sus pollitos, mientras divisaba a mamá, prepararse para ir al mercado: le sonrió y le compartió su botín, la madre lo aceptó sin reproches y la abrazó.
Esa breve inmigración, ese camino de ida y vuelta, bien que la madre lo conocía, años atrás lo había vivido cuando se reveló a permanecer en la ciudad y regresó a su hábitat natural, el único lugar donde, aún en medio de la miseria, se sentía feliz: la ranchería.