Entre la buena economía y la buena política existe un vínculo permanente. La capacidad de la economía y de sus procesos para reducir la pobreza y la exclusión y para aumentar de manera sostenida el ingreso de la gente, es la prueba ácida de la legitimidad del régimen político.
En el año de 1998 algunos cronistas de los hechos cotidianos en Colombia se deshacían en elogios a los resultados que se estaban dando en el sudoeste asiático. Allí se encontraban los paradigmas de la nueva ortodoxia de la economía mundial. Después que se vino la debacle asiática, los mismos cronistas se lanzaron a la crítica tardía de las fallas institucionales en dichas naciones, sintetizadas en el término amiguismo por la Revista The Econimist. Luego los más fervorosos defensores de la nueva ortodoxia de la economía aceptaron que la apertura financiera y la racionalidad de libre mercado, tal como se practicó en Asia, eran ilusorias en algunos casos y caricaturescas en otros.
En el ambiente académico de Colombia para la época, quienes se pronunciaraN con palabras de dudas o de rechazo sobre la ortodoxia Asiática tenía etiquete de ida al parque jurásico. Como está sucediendo hoy con el tema de la paz. Quien la cuestione se convierte en enemigo no solo de la paz si no de un gran porcentaje de colombianos, que está por encima del 52% y por ende es calificado como amigo de la guerra. Lo he dicho siempre, que la historia se repite en tiempo, modo y espacio. Claro que en los acuerdos de la paz firmados por el Gobierno anterior, no todo fue con sindéresis y ecuanimidad, existen unos vacíos jurídicos que es lo que ha generado tanta controversia en el nuevo gobierno.
Hoy el aparato productivo de la economía colombiana sufre la más grave debilidad de las dos últimas décadas. Durante esta década, el ahorro interno ha sufrido un colapso, el balance interno de la economía muestra un faltante recurrente demasiado alto, así como el hueco fiscal que está por encima de los quince billones de pesos, cuya financiación con capitales extranjeros ya no será posible en el corto tiempo, por la caída estrepitosa de los precios del petróleo y del carbón, que han mejorado un poco pero que han menguado de manera significativa. El valor internacional del peso colombiano sufre un desajuste considerable ante la caída del precio del barril de petróleo y alza del dólar por encima de los tres mil doscientos pesos.
Las cifras del desempleo son y no son, ¿Será que se toma la economía informal para disminuir a un dígito, el desempleo? Los índices anuales de precios aumentaron de manera significativa el último año, pero el salario mínimo no tuvo la misma relevancia. Las tasas de interés, cuyo nivel y evolución con el tiempo son fundamentales para la inversión y para las condiciones de vidas de los deudores, han tenido, en la última década, la mayor volatilidad de que se tenga noticia. El precio del barril de petróleo, está por el orden de los sesenta y cinco dólares, pero el precio de la gasolina no ha disminuido, contrario en los Estados Unidos, donde la clase media ha sido la gran beneficiada. Si analizamos los costos de un galón de gasolina corriente o extra, dentro de esa distribución el 53% se va para pago de impuestos, de ahí que el precio del galón no disminuya así el barril de petróleo llegue a los precios más bajos.
La deuda pública ha crecido demasiado rápido y el peso de los intereses es cada vez mayor dentro de los rubros del gasto. El crecimiento del ingreso nacional se verá afectado en $7.3 billones de pesos ante la caída de los precios del petróleo y esto afectará de manera significativa los ingresos por Sistema General de Participación de las regiones y ante las enormes exigencias que la pobreza y la exclusión le hacen al sistema económico y político de Colombia. Es decir, con todos estos pequeños análisis a nuestra economía nacional, la prueba ácida ya está produciendo su veredicto. Como dice Diomedes, se las dejo ahí.