Últimamente, donde quiera que meto el ojo, lo encuentro. Anda como el arroz blanco y su sonrisa franca sabe hacerle cosquillitas a mi alma.
Hablo del samario, eternamente pelao, aún cuando sé que anda merodeando por el sexto piso: el colombianísimo Carlos Vives.
Está celebrando sus 30 años de vida artística y me parece un pocotón para su apariencia juvenil y muy poquitos, para la inmensidad de su legado.
Y es que Carlos sabe a Colombia, tanto como un pocillo de peltre con café, una mochila terciada hecha por manos indígenas o su amada y majestuosa Sierra Nevada.
El sabor colombiano lo lleva impregnado gracias a su autenticidad y el eterno viaje interior a sus raíces, lo cual transmite en sus canciones a cada paisano, donde quiera que se encuentre y que a nosotros, emigrantes colombianos regados por el mundo, nos sabe transportar entre notas musicales a la tierrita amada.
Carlos sabe ‘estar’ en cualquier parte, sin dejar de ‘ser’, él no se deslumbra con luces hollywoodianas, solo quiere ser profeta en su tierra y justo por ello su talento trasciende; disfruta lo que hace con un entusiasmo casi infantil, propio de aquellos que no le permiten a su alma envejecer.
No sé si lo percibo como un hermanito menor, inquieto y querendón, o como un abuelo, lleno de sabiduría y buenos consejos; solo sé que lo siento cerca, muy cerca y que sus triunfos los celebro en familia, con orgullo; hablando de él, aún en estas tierras extrañas. Hasta el punto que lo volví el cantante favorito, en mis clases de zumba.
Mis amigas italianas con quienes voy al gimnasio cantan desgargantadas sus canciones, con un divertido ‘itañolo’que solo ellas y yo podemos entender.
Él es mi tricolor musical, mi pasaporte hecho canción, mi plato típico que me sabe a fruta fresca y es una goduria sentir su música por estas lejanías y reconocer, también yo, mis raíces: “aprendiendo a estar sin dejar de ser”.
Carlos compone y canta la banda sonora de la vida del emigrante colombiano, quien desgarganta un “regresar a mi pueblo, por el camino viejo”, mientras fantasea el momento o escucha los clásicos de la provincia anclado a los recuerdos de los días bonitos en su tierra natal.
Su música prende la hoguera que espanta el frío y ¡carajo! Qué bien entibia un ‘Compay Chipuco’, mientras cae la nieve, lo entibia de melancolía, así ‘la gota nos caiga fría’.
¿Y cómo no felicitar a este paisano por la excelencia de su vida artística?
Algún día me lo toparé en el camino y le regalaré mis libros, así podrá reconocerse muchas veces, pues no sentirá solamente ‘el olor de la guayaba’ al entender que es nuestro nobel quien naturalmente y por fascinación marca mi ruta literaria, sino que descubrirá, espero complacido, que con su música constante en mi vida me es imposible escribir sin que esto sepa, aún por aquí tan rejundía, a ‘fruta fresca’.