Contrario a lo que muchos piensan, no solo de vallenato se vive en mi tierra. La yuca es siempre la yuca y segurito nunca aburrirá a mis paisanos, pero no podemos desconocer la importancia y el espacio que, desde siempre, han tenido otros géneros musicales en nuestra tierra. Hoy enciendo los motores de la máquina del tiempo y viajo por allá, a mediado de los 70, cuando en ese entonces salían a flote las dotes canoras de una cantidad de muchachos que se daban cita en el festival de la canción: “Cactus de oro” del Colegio La Divina Pastora, para el goce y disfrute de quienes acudían a admirar el alma bohemia de los talentosos de la época.
El respetable y concurrido público que asistía, era capaz de llenar “hasta los teques”, el patio de la Divina, organizado con sillas alineadas de frente al escenario, y con los balcones a tutiplen: un hervidero de gente que confirmaba el variado gusto musical de mis paisanos.
Mi diminuta humanidad buscaba un puestecito en cualquier rincón, para sentarme en el piso en posición de flor de loto y en compañía de otros niños, quienes nos colábamos muchas veces sin pagar la boleta, aplaudir a “Los Yorkys”, sin duda, mis favoritos.
Ellos eran una banda de muchachos pelucones y cocacolos, nuestros Beatles criollos. Todos bohemios con sueños de libertad, sofocados con la música moderna, el rock y las baladas de modas. Los Yorkys conquistaban los corazones de las chicas con su romanticismo marcado y su modernismo rebelde que hacían estallar en medio del escenario, con las notas de una guitarra eléctrica, el bajo, el piano, las baterías y, por supuesto, las voces de los solista y que gracias a sus talentos y a sus conocimientos más empírico que escolar, pudieron coronarse como ganadores del festival en varias ocasiones.
Además de nuestros locales, era también un deleite conocer a los cantantes nacionales del momento que, como por arte de magia, saltaban de la televisión directamente al escenario de la Divina: A Ximena, por ejemplo, con su peinado lleno de bucles cual monarca francés de los cuentos de Versalles, de esos que conocimos en los cuadros antiguos de gobelino, en las salas de nuestras matronas. Ella, con su mímica histriónica y su melodiosa voz entonaba “el fruto de nuestro amor”, que aún con los dientes de leche, ya me sabia de cabo a rabo y me servía de inspiración para las fonomímicas de la semana cultural del colegio.
También aplaudimos un sonriente Cristopher, con la voz de trueno, propia de la raza negra y su swing medio antillano, capaz de poner a corear a todos los presentes: “sobre la cima de una montaña, un hombre grita cosas extrañas” mientras el jurado se retiraba a deliberar y elegir un único ganador del Cactus de Oro. Cuánto derroche de cultura y todo hecho con las uñas.