Para esta Semana Santa que inicia, quiero hacer un análisis y una reflexión sobre los acontecimientos jurídicos e históricos que rodearon el sacrificio de Jesús. Iniciaré recordando que, tras el arresto y posterior ejecución de Juan el Bautista —líder religioso que denunciaba con fuerza la corrupción moral de su época y anunciaba la venida del Hijo de Dios—, Jesús dio comienzo a su ministerio público, proclamando profundas transformaciones sociales, culturales y espirituales. Uno de sus primeros discursos, conocido como el Sermón del Monte y célebre por las Bienaventuranzas, despertó desde el inicio la inquietud y desconfianza de los sectores religiosos y políticos dominantes, pues planteaba una nueva ética basada en la misericordia, la justicia y la humildad. Su mensaje fue mal comprendido y rechazado abiertamente por líderes como los fariseos, saduceos, esenios, zelotes, herodianos, samaritanos y el Sanedrín —este último constituido como el gran consejo de la provincia de Judea, con funciones legislativas, judiciales y administrativas—. Ninguno de estos grupos acogió con beneplácito su prédica, lo que propició un clima de hostilidad que culminó en violaciones flagrantes contra su humanidad. No se desconoce aquí el carácter profético de dichos acontecimientos, sino que se propone una lectura desde la óptica del análisis histórico y jurídico.
¿Por orden de quién se arrestó a Jesús?
En la época de los hechos, Jerusalén y toda la región se encontraban bajo la dominación del Imperio Romano, que concentraba el poder militar, el control del orden público y la potestad de impartir justicia conforme al derecho romano. Sin embargo, el arresto de Jesús no fue ejecutado por soldados romanos, sino por un grupo de personas bajo órdenes del Sanedrín, en complicidad con Judas Iscariote, uno de los discípulos.
¿Dónde estaba Jesús cuando lo arrestaron?
Jesús se encontraba en el Huerto de los Olivos, en Getsemaní, acompañado por sus discípulos, donde oraba intensamente la noche previa a su arresto. Según Lucas 22:47, “mientras Jesús hablaba, se presentó una turba liderada por Judas, quien se acercó a Jesús para saludarlo con un beso” —señal convenida como marca de traición—. Jesús le pregunta: “¿Judas, con un beso traicionas al Hijo del Hombre?”.
Cuando los discípulos vieron lo que sucedía, preguntaron: “Señor, ¿peleamos? ¡Trajimos las espadas!”. Uno de ellos hirió al siervo del sumo sacerdote cortándole la oreja derecha, a lo que Jesús respondió: “¡Basta ya!”. Luego sanó al hombre devolviéndole la oreja, demostrando con ello su coherencia con el mensaje pacifista que predicaba y su plena conciencia del destino que le esperaba. En ningún momento opuso resistencia.
Comparecencias y vulneración de garantías
Jesús fue arrestado y conducido ante diversas instancias. Primero, compareció ante Anás, sumo sacerdote del Sanedrín, quien lo interrogó ilegalmente, vulnerando las garantías mínimas procesales. Luego fue remitido ante Caifás, también sumo sacerdote, quien lo conminó a auto incriminarse.
Posteriormente, lo llevaron ante Poncio Pilato, gobernador romano de Judea. Al enterarse de que Jesús era galileo, Pilato lo remitió ante Herodes Antipas, gobernador de Galilea, por razones de jurisdicción y competencia. Herodes, no hallando mérito para condenarlo, lo devolvió a Pilato.
Doble proceso: religioso y penal
El arresto de Jesús se realizó en secreto, durante la noche, sin orden legítima emanada de la autoridad competente –el Imperio Romano–. Fue, por tanto, un arresto ilegal. Se le abrieron dos procesos simultáneos: uno religioso, ante el Sanedrín, y otro penal, bajo el régimen del derecho consuetudinario romano. Durante ambos procesos, Jesús fue objeto de malos tratos: fue amarrado, escupido, golpeado, flagelado y humillado públicamente.
Tampoco se le permitió ejercer su derecho a la defensa ni aportar pruebas a su favor. En menos de tres días fue capturado, enjuiciado y condenado. Pilato, como gesto habitual en las fiestas de Pascua, ofreció a la multitud liberar a un preso, y puso a consideración dos opciones: Jesús o Barrabás, este último perteneciente al grupo radical de los zelotes. Las autoridades religiosas, en su afán de eliminar a Jesús, manipularon a la multitud para que exigieran la liberación de Barrabás.
A falta de pruebas válidas, con testigos falsos y sin una valoración imparcial, Jesús fue declarado culpable y condenado a muerte por crucifixión, pena reservada para esclavos y criminales, y que no admitía apelación ante el Emperador. La ejecución se realizó en el Gólgota, en la tarde del viernes, marcando así uno de los procesos más injustos de la historia.
Reflexión final
Este análisis histórico y jurídico nos conduce a una inquietante reflexión contemporánea. Así como Jesús denunció en su tiempo la corrupción del culto religioso y expulsó a los mercaderes del templo, hoy podríamos preguntarnos qué encontraría si regresara y recorriera algunas de nuestras instituciones religiosas. Lamentablemente, en no pocos casos, la fe ha sido reducida a mercancía: se trafica con promesas de milagros, se venden supuestas bendiciones, se exigen contribuciones desproporcionadas, y se utilizan los púlpitos como plataformas de enriquecimiento personal. Todo ello en abierta contradicción con el mensaje de misericordia, humildad y amor al prójimo que Jesús enseñó. Por ello, si volviera hoy, probablemente tendría que repetir aquel acto de purificación, expulsando nuevamente a los mercaderes del templo y recordándonos que la casa de Dios no puede ser convertida en mercado. La historia de su juicio nos sigue llamando a la reflexión: ni ayer ni hoy debe permitirse que la justicia como en muchos casos, ni la fe, sean objeto de manipulación ni lucro.