El profesor Luis Alejandro cerró el voluminoso libro de la divina comedia de Dante apenas fue interrumpido por el escándalo de su amada Vira quien, con dos carajazos, lo exhortó a terminar con sus cavilaciones dantescas y salir del limbo del infierno para beber, de una vez por todas, el pocillo de café que seguramente ya no tendría que enfriar versándolo en el platico porque, con tanto regodeo, frío ya debía estar.
Ella renegaba, porque era su peculiar manera de demostrar su amor y, con cuidado desmedido, alistaba el traje entero y oscuro advirtiéndole de lo mucho que sudaría hoy en la misa dominical con el inclemente clima.
Papayí andaba por los lados del parque, conversaba con un amigo de los quebrantos de salud y su diagnóstico fue sabio, conciso y preciso: “son achaques de viejos”, -le dijo- y regresó a casa.
Luis Alejandro López, con papel y lápiz en mano, miraba el atardecer y extraía de sus colores la inspiración que le concedía esa destreza magistral para componer poesías, himnos y canciones: “De la mente en el vivo crisol” escribía, y pensaba en Teodosia, Hermana Josefina y en “La Guajira en letras colombianas”.
Honesto y recto desde la concepción, bien templado como el acero y su valía debía ser calculada en oro y de cincuenta quilates y, aún así, estaríamos en defecto para compensar el valor del legado literario y cultural que nos dejó.
Eran otros tiempos, cuando el acceso a la información era limitado y no existía el mundo infinito de la virtualidad, por ello los conocimientos impartidos por los maestros eran recibidos con respeto.
Entonces él, sin esforzarse siquiera, educaba con su arma más poderosa: El ejemplo.
Pulcro en su vestir y en su hablar, regularmente se desplazaba desde su sencilla morada hasta el nicho de nuestra fe. Ahí lo esperaba el piano, que al recibir sus caricias, recitaba con desenvoltura los santos, glorias y aleluyas.
A veces ayudaba a la celebración de la misa leyendo la homilía: que privilegio para los feligreses escuchar como las pausas de los puntos y las comas eran hechas con precisión.
La entonación acertada era ya la explicación de la parábola leída y la profundidad de su voz tomaba por mano cualquier mente distraída y capturaba la atención con la desenvoltura natural de un auténtico y excepcional maestro.
Papayí era un hombre bondadoso y sencillo y se deleitaba contemplando la inocencia de la muchachera que rondaba siempre por su casa, pues el corazón de su adorada Elvira del Carmen Pimienta Barliza era tan generoso y no le interesaba que sus entrañas no parieran esos tantos hijos que criaba y que Papayí recibía con amor en el seno de su hogar.
Y fue un día cualquiera, mientras repasaba un libro de elemental e intentaba memorizar las letras del himno departamental, cuando al leer el autor de ellas, Luis Alejandro López, una avispada niña del barrio espernancó los ojos visiblemente sorprendida por lo que acaba de descubrir; ella se había tomado un tiempo largo para entender que esas dos personas que su mente separaba, eran una misma y mientras tarareaba la melodía del maestro Espeleta, adhiriéndole las letras del Profesor López, finalmente interiorizó en su memoria, la unión de estos dos grandes personajes que su imaginación infantil había separado: “Papayí”, el sencillo marido de ‘Vira’ y Luis Alejandro López, “El letrado profesor”, eran una sola y única persona.