El problema de la inseguridad es hoy quizás la mayor preocupación del país, más apremiante acaso que el de la propia pobreza. Porque está última siempre la hemos tenido y aquella la tuvimos pero la hemos perdido.
El país sigue siendo pobre, con un ingreso per cápita excepcionalmente bajo. Acaso con el mercado global y los tráficos ilícitos se estén acumulando grandes fortunas que no excede del 10% de la población colombiana y que mejoran el bienestar a medias en la masa laboral del país y por otro lado, riqueza que se hace más ostentosa con la concentración del ingreso y las esperanzas de un porvenir más amable se hacen cada vez más lejana.
Pero todo ello, que es de suyo un empobrecimiento, significa un deterioro menor que el que ocasiona la pérdida de la seguridad.
Seguridad que cada día es más galopante, sobre todo por los actores que en ella actúan: las disidencias de las Farc, así como el ELN, el Clan del Golfo, el Tren de Aragua, la delincuencia común y organizada y pare de contar.
La seguridad es un bien general. A veces parece intangible en el momento que se tiene que estar seguro es una condición sublime propia de las sociedades cultas y políticamente evolucionadas. Es un don que no se da sino a los pueblos que la merecen. No es, además, un estado natural.
La seguridad hay que ganarla. Se pierde fácil, no siempre de la noche a la mañana, sino también a través de procesos más o menos acelerados de decadencia institucional. Eso está sucediendo hoy. Con el tema de la paz total, se ha descuidado la seguridad en todo el país. Esa paz total que hoy es como un espejismo, basado en una retórica de un presidente laxo que todo lo permite.
En las primeras décadas del siglo XX cuando se logró liquidar los rezagos de la última guerra civil, Colombia fue un país seguro. Hubo concretamente periodos de violencia política, que tenía sus linderos, sus causas y sus costos.
La inseguridad como fenómeno ambiental no fue una característica de nuestra región. El estado era pobre y débil, y sin embargo era capaz de garantizar ese bien primordial.
Existió siempre un suficiente grado de solidaridad social como para que la ciudadanía se congregara en torno a las leyes y las autoridades para oprimir el crimen y para mantener la vigencia de unos principios morales que se consideraban un patrimonio común. La honestidad era un canon y su pérdida merecía la sanción pública.
La ley se apoyaba en el consenso del pueblo, y este recibía el apoyo de aquella. No era siquiera concebible que una y otro anduviesen por distintos caminos. Ay, ay, ay, ya de eso nada queda.
Luego vienen unas décadas de desorden moral y por ende de la pérdida de la seguridad total de los colombianos. Llegó el presidente Uribe y volvió a colocar la seguridad por encima de muchos principios, aunque los combinó con morales pero estos estaban disfrazados de esa doble moral que ha carcomido a Colombia, pero ante todo recobró la seguridad e impuso la autoridad a todo lo largo y ancho del país.
¿Qué ha pasado hoy? Un Gobierno laxo ha permitido que la seguridad esté en su más bajo nivel. Pareciera que a los colombianos nos gustaran los mandatarios con mano y pulso firme. Hoy el país está asediado por la inseguridad. Un gran número de departamentos están en cuidados intensivos por parte de los violentos y de la inseguridad que carcome a Colombia.
Hoy ese consenso sobre la validez de unas normas éticas universales se ha perdido. El oportunismo, por un lado, justifica las violaciones de la moral y convierte a los deshonestos en héroes cuando estos han logrado triunfar. Y por otro lado el pluralismo ha consentido la coexistencia de la tabla de valores y tradiciones con doctrinas no éticas o antiéticas a las que se les reconocen unas mismas vigencias y unos derechos igualitarios.
Para los tradicionalistas, matar es un delito; para los otros, el secuestro, la extorsión galopante, el asalto a mano armada, las violaciones de toda especie, son actos de la vida cotidiana. Para los primeros robar es pecaminoso, para los segundos es una acción revolucionaria.
La sociedad, carcomida por esa atonía moral ya no colabora en la recuperación de la seguridad, pero la sufre. Y no coopera porque no tiene principios colectivos que movilicen su dinámica. La causa del deterioro de la seguridad está en la base. En que los derechos y garantías sociales establecidas en la constitución son cuestionables, como lo es también el Código Penal y los son las leyes complementarias.