Este personaje creado por la imaginación de Juan Gossain para protagonizar su novela ‘La mala hierba’ (1981) es un prototipo en el que cabe un registro de rostros y vivencias interpretados por nombres reales hechos a base de cannabis, de café y contrabando. Miranda, el cacique, el capo premier, ha untado varias décadas de la historia regional con su carácter, su malicia, sus debilidades, intuiciones y suspicacias para liderar una revolución subterránea, semiótica y nefasta.
La bonanza de la marihuana vista desde la ficción disfraza y mitifica un episodio de la historia nacional que puso a La Guajira en la retina del mundo, de una sociedad planetaria que orbitaba alrededor de woodstock, el hipismo, los veteranos de Vietnam y la supremacía yanqui, fracasada en su incursión asiática y ávida del consumismo psicodélico motivado por el Mayo del 68; que introdujo por la ventanilla siniestra de la banca central un río de dólares aprovechados por familias de abolengo que consolidaron su riqueza y poder mientras renegaban en público de los campesinos ‘corronchos’ impostados como traficantes.

Con razón afirmaba Miranda en sus diálogos con uno de los miles de compadres que difuminó por todo el territorio para blindarse la siguiente sentencia: “Escuche esto, compadre, no ganarán la guerra impidiendo que saquemos la marihuana de aquí, mientras no impidan que ingrese a los Estados Unidos. No lo olvide nunca. El verdadero secreto, para ellos y para nosotros, no está en sacarla sino en meterla.”
Gossain parece haber recogido las anécdotas que se replicaban en las esquinas de los pueblos pobres del Caribe sobre la fortuna, la sangre y las aventuras de las zagas que se izaron desde La República Antillana y que escalaron la montaña Blanca, convirtiendo en la distorsión de sus nombres a la Costa y la Sierra Nevada en epicentro del boom de la mala hierba.
En el prólogo de la edición de Seix Barral Alejandro Gaviria concluye: “Todo cambia en la novela como consecuencia del negocio de exportación de marihuana. Los países, decía algún economista, primero exportan lo que son, pero luego, con el tiempo, son lo que exportan”.
El lenguaje introducido por la bonanza representa otro cambio en la manera de representar y comunicar el Caribe, como por ejemplo, cuando introduce lo figurativo o la resignificación de un término: ‘Ninguno de ellos se lo proponía, pero en ese preciso instante habían puesto a circular una palabra que sería la más apetecida y hermosa en el nuevo lenguaje de los traficantes de marihuana en la República del Caribe, porque, a su regreso a la antillana, el cacique Miranda emplearía el término ‘coronar’ como sinónimo de éxito y feliz culminación de los embarques, el momento supremo en que quedan atrás los obstáculos y sinsabores. ‘Coronar’ y ‘triunfo’ significarían lo mismo a partir de aquel desayuno’.

La muerte de Miranda, el Capo de capos, un Escobar primigenio es el ocaso de la novela, dando redondez al personaje dibujado desde sus inicios de mestizo pobre que servía de ayudante de bus, que logró codearse con banqueros sin saber leer, con potentados extranjeros, que sedujo y puso a su servicio a un funcionario de la DEA, que inoculó en la sierra a un experto agrónomo americano para que la inundara de matas de marihuana, que por aire, tierra y mar penetró el masivo mercado de consumidores de Norteamérica y lo coronó de drogas. El mismo que visionaba a su único hijo como presidente y por ello pretendía formarlo en Harvard. En el epílogo el hijo se convierte en alcalde y él resistido en la dicha se rehúsa a acompañarlo en su posesión y envía su Ejército a protegerlo, quedándose con su único hombre de confianza, quien resultó ser su ultimador, al revelarse como único heredero de sus principales enemigos.
Parece una suerte de parábola amoral del hampa. Todo el dinero del mundo no es suficiente mientras no se traduzca en poder. El poder que representa una dirigencia cuyas fortunas tienen origen en lo que la tierra produce, bueno o malo, pero que han sabido lavarlo con años de credencialismo, diplomacia y burocracia. Ese era el poder que ansiaba el cacique Miranda, el vestido que quería para su hijo. Detentarlo valía su muerte.