Hace bastante tiempo que la humanidad se ha aferrado a la tesis de la existencia de un orden supremo. Yo no escapo a ese conglomerado. Creo en Dios, y como muchos, asisto con cierta regularidad a la iglesia.
Sin embargo, mi condición de cristiano, en absoluto me impide tomar postura sobre ciertos temas de relevancia nacional. Todo lo contrario, me incentiva, especialmente si se trata de asuntos coyunturales que atañen a la Iglesia. Uno de esos tópicos tiene que ver con el Proyecto de Reforma Tributaria que ha impulsado el Gobierno nacional con el que se busca recaudar un dinero importante para reducir la brecha social existente en nuestro país.
El debate se ha centrado, sobre todo, en los impuestos a las bebidas azucaradas y los alimentos ultraprocesados para desincentivar su consumo. No hay que defender lo indefensable. Las gaseosas y la comida ‘chatarra’, —aunque son de mi entero agrado— son nocivas para la salud. La ingesta de estos productos aumenta el riesgo de desarrollar obesidad, diabetes y enfermedades cardiovasculares, entre otras comorbilidades que generan un alto grado de preocupación. Pero ese no es el quid de esta columna. No. Tiene que ver más bien con las exenciones tributarias de las que gozan las distintas confesiones religiosas.
Sin atisbo de duda hubiese sido interesante sumar dentro de la carga fiscal a las iglesias que no cumplen función social alguna. Hoy en día pululan los mercaderes de la fe amparados bajo el esquema de organizaciones “sin ánimo de lucro”.
En efecto, a lo largo de distintos gobiernos se han presentado reformas tributarias en los que la Iglesia ha pasado de agache. Es innegable que existen poderosas congregaciones religiosas convertidas en verdaderas colectividades políticas. La política todo lo que toca lo corroe, y la Iglesia no es la excepción. No pueden seguir proliferando agrupaciones religiosas que en época electoral coaccionan con sutileza al rebaño para que se vote por determinado candidato político como quedó evidenciado en las elecciones presidenciales.
En la recta final, sin pudor, se dedicaron a la defensa de uno y otro candidato. Más de uno que del otro, en realidad. Muchas iglesias adhirieron a proyectos que no guardaban afinidad con sus preceptos religiosos asumiendo un rol predominantemente electoral, o bien podría decirse: electorero.
Claro, no todas entran en el mismo saco. Hay iglesias que se destacan no solo por su ferviente evangelización, sino por su sensibilidad social. Son esas iglesias las que nos representan. Estas comunidades religiosas, por supuesto que, cumplen a cabalidad con la función social que les ha sido encomendada. No están dispuestas a negociar sus postulados, sus dogmas, sus principios. Por tanto, les incomoda el proselitismo político. Se ora y se reza, sí, por los que gobiernan y por todas las autoridades sin coquetear con el pecado.
A mi juicio, había entonces que incluir dentro del paquete tributario a las iglesias que tienen una probada conexión política. Usar la religión para catapultar a un determinado partido o movimiento político, privilegiando los credos con exenciones de impuestos, escuece.