En la tierra de Padilla no había nada que mortificara más a un padre que ver signos de debilidad en sus hijos varones. El macho debía ser macho, fuerte y resistente a toda calamidad.
Sin embargo, no existe, como en las hembras, un pasaje preciso de cuando ello ocurre: el muchacho se va desarrollando poco a poco, sin una mancha sanguínea que lo anuncie.
Se le van notando sus cambios físicos, se le va el gallo cuando habla mientras se le alargan y engruesan las cuerdas vocales, se vuelve velludo y sus facciones infantiles empiezan a desaparecer, dando paso a su aspecto de hombre adulto.
Un buen día, un pobre pelao común y corriente, con tan solo quince años, le pasó por el frente al papá y este al verle tres pelitos en la barba decidió que ya era hora de mandarlo a Aruba en barco, a “pasar la mar” para que las mareas y los vientos marinos lo templaran y regresara desarrollado y adulto a casa.
La pobre madre, sin voz ni voto, le parecía que era muy prematuro para mandar a su muchacho de travesía, “todos los hijos no son iguales”, replicaba, y el muchacho era su hijo menor, el más debilucho y pechichón, pero ya el padre lo había decidido.
Bastó hablar con el compadre que viajaba al puerto en su camión Ford 7.50 y fijó la travesía para final del mes.
En la fecha convenida, se fue el pechichón de la casa a Portete, con más miedos que ganas y dejando a su madre con el Credo en la boca y a su papá feliz y orgulloso de la decisión.
El polvorín de la Alta Guajira no se hizo esperar y con el pelo y las pestañas monas del arenero del desierto, el pelao que viajaba detrás, sentado entre los bultos de mercancía, llegó a Portete; donde, de inmediato lo llamaron a ingresar la fila de los estibadores que ayudaban a cagar los bultos de café y la madera con destino a la isla bonita de las Antillas Holandesas.
Llegó el momento de superar la prueba y pasar la mar, subiendo para Aruba, con las aguas turbulentas que lo mareaban y que pusieron al pobre cristiano a vomitar hasta la bilis.
Siguiendo el consejo de los tripulantes veteranos, el muchacho tomaba buches de agua de mar pero nada, el malestar persistía y sentía que la vida se le iba por la boca, con las babas y el vómito que no le daban tregua.
Optaron por bañarlo con unos baldazos de agua de mar, que alguien le hizo la caridad de recogerla, pues este no podía ni con su alma y se sentía más de allá que de acá.
Los baldazos funcionaron y sobrevivió al viaje, ahora persistía solo el temor de no creer resistir el regreso.
Le aseguraron que bajando para La Guajira el mar lo maltrataría menos y así fue, después de acomodarse entre las cajas de whisky, venía distinto, cargándose de amor propio al saberse capaz de soportar la travesía.
Llegó a casa orgulloso y contento y con los días empezó a empelucharse, su cuerpo lucía varonil y su mirada con el paso de la mar se endureció.
El gallo de su voz quedó bien encerrado y no se le volvió a salir y su papá, satisfecho, dejó de verlo como niño y le palmeó la espalda en señal de aprobación: la mar había hecho lo suyo, llevándose un pelao y regresando un hombre bien bojo, hecho y derecho.