“Mis abuelos quedaron allá, y mis amigos que ya se me han muerto, recuerdos de mi pueblo me causan sentimiento, y el alma por dentro se me pone a llorar”.
El aparte que antecede corresponde a la canción titulada ‘Recuerdos de mi pueblo’, de la autoría de Camilo Namén Rapalino, grabada por ‘Poncho’ Zuleta y ‘Colacho’ Mendoza. Está incluida en el LP ‘Una voz y un acordeón’, que dieron a conocer del público el 31 de marzo de 1975. Esa canción la he recordado porque vino mi pueblo a mi mente con mi primer pensamiento del día.
Con dolor de patria chica y con el orgullo pellizcado leí y escuché por los medios que habían sido capturadas varias personas integrantes de la organización delincuencial ‘Los de Monguí’, al descender en las averiguaciones del tema pude darme cuenta que se trataba de un operativo del CTI de la Fiscalía General de La Nación con el apoyo del Ejercito, en desarrollo de la cual se produjo la captura de algunos ciudadanos sindicados de la comisión de algunos delitos, el precitado operativo se adelantó simultáneamente en varios corregimientos del municipio de Riohacha, entre otros en Monguí.
El mismo día y después de conocer registro noticioso brutal estuve en mi pueblo visitando en su última morada a mis mayores que allí duermen con la esperanza de la resurrección y saludando a la familia y los amigos que a uno le van quedando, y al observar la casa de mis abuelos, una sensación de tristeza abrumó mi corazón, un vacío extraño y de imposible descripción se apoderó de mi alma, mis ojos pusieron frente a mí el pisito de cemento de dos escaños en el cual nos sentábamos los muchachos a escuchar los regaños y los consejos de nuestros abuelos en las noches mientras fumaban su tabaco para disipar las penas.
Hoy, cuando gente que no conoce al pueblo ni nos conoce a los monguieros pretenden estigmatizar mi terruño como cuna de combos de maleantes y fuente de las maldades de la región. Entiendo esa sensación de ausencia potenciada, porque ya no está el embriagador olor a tabaco de aquellos tiempos cuando enseñaban que todo muchacho tenía que explicar dónde encontraba lo que llevaba a la casa , ya no están las ramas de tabaco guindadas, ni sé a dónde está el cajoncito donde Juana Peralta, mi abuela, estiraba las ramas y envolvía con su picado adentro, mientras armaba los tabacos para la venta, los cortaba con todo esmero y con milimétrico tamaño con una tijera y de punta roma, la cual nadie podía tocar. Como si se tratara de un pábilo, les colocaba a cada calilla un palito larguito de ramita de matarratón en el medio para sellarlo con el pegamento final, era la goma de jovita verde, porque la madura, que era dulce y sabrosa no pegaba.
En estos tiempos nada huele igual. Seguramente, si esa gente de buenas costumbres y voz de autoridad en el pueblo estuvieran con nosotros, nadie se atrevería a identificar a ningún combo, cartel, mafia o clan con el nombre de nuestra patria chica ni de ninguna familia nacida en esa tierra bendita, ninguno de ellos nos acompaña, pero no hay duda, nos hacen mucha falta y la casa se sigue pareciendo a sus pretéritos dueños.
Esos viejitos fueron y siguen siento sombra tutelar de la familia, y de nuestros usos y costumbres. Con su partida para siempre comenzaron las desconsideraciones, la desintegración familiar, se acabó el punto de confluencia de todos los vástagos de su descendencia, los nietos se desgaritaron, se perdió el respeto, la confraternidad y las malas compañías nos han distanciado a unos con los otros con el agravante que muchos caemos en el error de creer que los nuevos amigos nos quieren más que la familia, porque como nos decía mi vieja: “Una mala res echa a perder un rodeo”.
Cuanto añoro el cajón largo en el que venían las grapas de la Caja Agraria, donde estaban las herramientas de mi abuelo; era el pedestal que mi tío ‘Chombo’ colocaba sobre un taburete para encarapitarme mientras me motilaba y al terminar me dejaba un moñito y me decía: “Eso es para que vacile a las muchachas”.
Todo ha cambiado para mal, ya no existe el aguamanil de color azul de metileno donde permanecían las grandísimas tinajas con agua fresca y sabor a manantial que había en el rincón, tenían tapas de madera de roble, con un palito labrado en forma de copitas para levantarlas, fue una obra fantástica de un gran amigo de la familia, don Julio Reinoso (q.e.p.d.). Esa agua refrescante y natural quedó sepultada con nuestros ascendientes, la modernidad impone el consumo del precioso liquido embotellado y tratado químicamente, la de nosotros no, fuimos nacidos y criados tomando el agua de los manantiales de ‘La guayabita’, y del molino grande que queda detrás de mi casa, cuya torre es para mí más importante que la de Paris.
Todavía se repiten en mi mente los golpes secos y el chillido quejumbroso que se escuchaban mientras era azotado por el viento durante las noches silenciosas cuando yo tenía fiebre y mi vieja pasaba sin dormir junto de mi hamaca colocándome sabanas con agua fría y dándome sobos con chirrinchi y tomas de manzanilla, éramos felices y las puertas por las noches se cerraban con un taburete.
Cuánta falta nos hacen nuestros abuelos filósofos, honrados, trabajadores y contadores de cuentos, y las abuelas francas, directas, estrictas como la mía, que mando a colocar el nombre a su casa en la pared de frente: “Nadien sabe”, porque decía que nadie sabe para quién trabaja. Las enseñanzas de esos viejos fueron la carta de navegación en nuestra formación ética y moral, a ningún monguiero se le mencionaba como delincuente, toda la muchachada se reunía pero para armar el equipo de fútbol, nunca para desearle mal al prójimo.
Hoy, con el orgullo herido, he recordado la publicación titulada “La casa de los abuelos”, que mi colega amigo, contertulio y pariente, Iván Fuentes Acosta, me compartió hace varios años. Comienza diciendo: “Pienso que uno de los momentos más tristes de nuestras vidas llega cuando se cierra para siempre la casa de los abuelos”. Rememora los encuentros de la familia que enaltecen su linaje, y que juntos parecen una familia real, que estar en la casa de los abuelos hace feliz a todo el mundo, pero ya no hay abuelos, los dos que alcancé a conocer ya partieron, muchos los tienen y no los quieren.
Hoy, con las cosas que dañan el buen nombre de Monguì, he logrado comprender lo que decía ‘Babo’, mi abuelo sabio: “Lo bueno es para el dueño y lo malo es para todo el mundo”.