Como en el episodio de ‘La Mala Hora’ de Gabriel García Márquez la fortuna, la prosperidad y el poder lleva en los pasquines de esta sociedad un burro muerto a cuestas.
En la novela del nobel colombiano la violencia política se oculta en las otras violencias. En las del amor con sus venganzas eternas, en las de los siervos sin tierra, en la corrupción de policías y políticos, en los gallos; a pesar de que todo figura escrito en los pergaminos de Melquiades, como un libreto seguido a ciegas. Don Sabas ironizaba del pasquín que circulaba en el pueblo mientras el médico lo examina: “Daba la casualidad que todos los burros vendidos por mí amanecían muertos a los dos días, sin huellas de violencia”. El panfleto recreaba los rumores sobre cómo había crecido su riqueza en tan poco tiempo y daba detalles de su modus operandi. “Corrió la bola de que era yo mismo el que entraba de noche a las huertas y les disparaba adentro a los burros, metiéndoles el revólver por el culo”.
Don Sabas es una metáfora del poder y sus métodos. Miles de burros han muerto a lo largo y ancho del territorio guajiro en sus bonanzas y con cada bala se ha edificado una mansión, una fortuna. El negocio de Don Sabas consistía en la compra venta de burros, los obtenía a bajos precios y luego provocando el mismo la escasez, los vendía carísimos. En poco tiempo había consolidado su riqueza y con ello asegurado su lugar en el poder.
Como Don Sabas, los contratistas hoy compran burros a buen precio en campaña en una lotería sistémica que pignora al candidato y lo conmina a pagar con el presupuesto la deuda contraída que es como si a cada ciudadano le metieran el revolver en sus entrañas y le fusilaran las esperanzas. Varios burros han muerto en los renglones de agua y alcantarillado, en alumbrado público, en el transporte escolar y en los huevos con bollo limpio que le dan a los niños como minuta colegial.
Mientras surgen los nuevos ricos, la sociedad se ha vuelto una experta procrastinando su destino, posponiendo su desarrollo por el que va a ganar, por el que tiene los ‘ñoños’, por seguir apostando, porque no “nos” gusta perder, porque los hijos del poder vienen con su pan debajo del brazo, porque les luce robar, porque es virtuoso el que roba y hace, porque al final, Don Sabas es una zaga.
La realidad se convierte en un pastiche de la literatura que la origina. Burros y contratistas armados de revólveres con cañones alargados penetrándolos muy hondo para silenciarlos por dentro y luego, accionando el gatillo, un solo estallido y la nada o la Picota.
Se repite el ciclo cada vez, cada elección, cada campaña. Todos juran que han dado un paso adelante porque ahora la ciudad es Distrito, sus ingresos por transferencia son macrocéfalicos en relación a sus recursos propios y en el fondo persiste el cálculo que se ha concertado entre el que pone la plata y quien presta el nombre para capitalizar los votos, cuanto para inversión estará en la parrilla durante los 4 años.
Al final los don Sabas que se reproducen por generación espontánea y surgidos de la oportunidad se desmarcan diciendo como los Nule «la corrupción en Colombia, como en cualquier país del mundo, es inherente a la naturaleza humana» la literatura lo parafrasea en otros términos más idílicos y retumba en las paredes de Macondo: “Lo que pasa es que en este país no hay una sola fortuna que no tenga a la espalda un burro muerto”.